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SAQUE DE ESQUINA | La jornada de Liga | FÚTBOL

Juan Valerón Gaviota

Los teóricos del calcio hicieron algunas interesantes aportaciones al fútbol antes de entregarse con un entusiasmo sin precedentes a la tarea de acabar con él. Una de ellas fue la clasificación de las figuras según dos categorías: la de los classe y la de los fuoriclasse. La primera estaba reservada a los jugadores grandes; la segunda, a los jugadores excepcionales. Sin embargo les faltó señalar una categoría intermedia para futbolistas genialoides, esos seres, capaces de cambiar el curso de una tarde y de un campeonato, que por alguna sutil desventaja nunca alcanzarán la consideración de deportistas de época. Puesto que tal grado no existe todavía, tendremos que instaurarlo para gente como Valerón.

Desde un principio, Juan Carlos Valerón tuvo destellos de crack. Para empezar, se deslizaba sobre el campo con la elegancia de un campeón de patinaje. Todos sus gestos y movimientos, el braceo en la carrera, la limpieza de la zancada, la sobriedad de sus recortes y el ajuste de sus quiebros, sugerían una delicadeza que fácilmente podía confundirse con endeblez. Precisamente era ese rasgo lo que provocaba una mayor reserva crítica sobre él: un tipo tan ingrávido debía de ser forzosamente un atleta quebradizo. Su silenciosa disposición en el campo, ese suave zumbido de ventilador que siempre le acompaña, hizo pensar además que carecía de una condición imprescindible para acreditar a un ídolo; carecía de carácter. Cuando llegó a la selección, era Pep Guardiola, Vamos, Juan / Vamos, Juan / Vamos, Juan, quien solía dictarle el caudal de adrenalina igual que el metrónomo dicta el ritmo. Entonces pensamos que alguien tan apocado como él necesitaría siempre un motor de arranque, un agitador capaz de llevarle al punto de exaltación en el que un gato se transforma en un tigre.

Unos años después, escoltado por Mauro Silva y otros fieles guardaespaldas, Juan ha ganado altura y ha logrado estabilizar el vuelo. Hoy, armado de valor y de paciencia, ocupa la posición de los jugadores equidistantes con una sabiduría difícilmente superable: desde su punto medio compone el juego con el preciso tacto de un calígrafo.

De cuando en cuando sale de su propio molde y toma cuerpo cerca del área. Es en ese instante cuando su colega Diego Tristán señala alguna de sus diagonales cortas y cuando Juan intercambia la pelota con él como los malabaristas intercambian las mazas. Nunca hay prisa ni violencia en esa conexión. Animado por una extraña brisa, el juego viaja por ella como la música por el pentagrama.

Si las gaviotas de Riazor bajaran al césped, sin duda se entenderían con Juan Valerón.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 2 de marzo de 2002