Lo que llamamos La Alpujarra es en realidad un área muy vasta que, situada en las provincias de Granada y Almería, entre Sierra Nevada, con sus nieves perpetuas, y la cadena costera del Mediterráneo, se extiende 80 kilómetros de Este a Oeste y 30 de Norte a Sur. Difícil resulta, por tanto, hablar de un paisaje y lugar únicos, y acaso sea ésta la razón última por la cual tantas veces escuchamos hablar de esta zona en plural: Las Alpujarras. Más seca y árida, en ocasiones desértica, en Almería, y más regada y frondosa la de Granada, donde viví hace cosa de una década, en un cortijo entre Pitres y Capilerilla, a la espalda del Mulhacén. Desde entonces, como si me negara a abandonar estos parajes del todo, me encuentro viajando a La Alpujarra una o dos veces al año. El invierno es, desde mi punto de vista, la mejor de las estaciones para decidirse a hacer una primera visita o, si no, la primavera, pues apenas se derriten las primeras nieves vemos despertar la vida en cada bancal.
Regreso, pues, y la carretera ha mejorado, al menos por lo que respecta al tramo de la N-323 que va de Granada hasta la altura de Béznar, donde encontramos la desviación a La Alpujarra, ya que a partir de este punto la carretera se estrechará tanto que los automóviles deberán cederse el paso; cuarenta por hora es ya una velocidad considerable, y en ocasiones ni eso. Recuerdo una noche de niebla cerrada (si salíamos fuera del coche no podíamos vernos ni la palma de la mano) que tuvimos que aguardar durante casi una hora a que la visión se despejara.
El primer pueblo alpujarreño, y uno de los más conocidos por su balneario y sus manantiales, es Lanjarón, asentado en un lugar privilegiado: la falda del cerro de la Bordaila. Pese a todo, nunca he permanecido en esta localidad más de una jornada, y casi siempre ha supuesto un mero lugar de paso. Ya sé que por aquí escribió Lorca poemas y obras de teatro y que se convocaron los más grandes aquelarres de Andalucía, pero las construcciones cuadradas y alejadas de la estética de La Alpujarra me hacen sentirme a medio camino del lugar adonde me dirijo. La arquitectura alpujarreña, cuyo origen se remonta al neolítico, es única en el mundo: techos de launa (escamas microscópicas de pizarra, que lo impermeabilizan), muros de piedra y barro y gruesas vigas de castaño. Pocos interiores de alta montaña hay que sean tan acogedores.
A los siguientes pueblos, más bien aldeas, se accede por carreteras serpenteantes, dejando a un lado la planicie de huertas y olivares de Órgiva, la que es considerada como la capital occidental de La Alpujarra. En tan sólo unos pocos kilómetros, no sin vueltas y revueltas, rebasaremos los mil metros de altitud, y aún seguiremos subiendo. Aquí empezamos a encontrarnos pueblecitos de unos pocos centenares de habitantes: Cáñar, Carataunas o Soportújar, y ya no hay duda de que estamos en plena Alpujarra.
En la pista forestal de Soportújar encontramos un desvío de tierra que lleva, por encima de los 1.500 metros de altura, al centro budista O Sel Ling, en el cerro de la Atalaya. Es éste un lugar perfecto de retiro, ya no sólo por su imponente paisaje, sino porque aquí se ofrecen chozas aisladas unas de otras y perfectamente integradas con el medio. Equipadas con sólo lo imprescindible, se alquilan por un precio muy módico, si bien conviene hacer la reserva anticipadamente. Al mediodía se proporciona a los visitantes un cesto de comida, así como leña. El resto es cosa de cada cual, aunque suele haber algún lama invitado y es posible asistir a charlas, ceremonias propiamente budistas (ya sea en la stupa o en el domo), o a cursos de meditación en un ambiente relajado y nada proselitista, donde lo que prima es la libertad y necesidad de cada individuo.
Los siguientes pueblos por los que pasamos son Pampaneira, Bubión y Capileira, pero yo sigo subiendo por la carretera, hacia el Mulhacén, para coger un desvío de tierra a la derecha que me conduce, cinco o seis kilómetros después, a La Lomilla, el cortijo donde suelo quedarme: dos albercas, una cascada, dos cortijos alpujarreños, un bosque de castaños, una gran variedad vegetal y, asombrosamente, un escenario al aire libre de 80 metros cuadrados.
El secreto de las montañas
Regreso, pues, a La Alpujarra, y ellas no se han movido. Me refiero a las montañas, claro. Cambian, sí, se erosionan, se congelan, se abrasan o se cubren de un manto blanco, verde, gris o amarillo, pero no se mueven. Están llenas de paciencia. Buena cosa. Sabemos que carecer de ella supone verse perseguido por las guillotinas de la locura, perderlo casi todo y morir antes de tiempo. Con tanta prisa vamos que sin darnos cuenta ya están oficiando nuestra misa. ¿Cuál es su secreto? Sin duda, el mismo que el de las piedras. No esperan nada, no saben nada.
Me sorprendió encontrar un paisaje gemelo a éste durante un viaje a Grecia. En Delfos, el oráculo por antonomasia de la Grecia Antigua, había este mismo trozo de mundo. Curioso, ¿no? Se trata de una escarpada montaña cuyo nombre ignoro a voluntad, una montaña que es como un lienzo donde se proyecta el color cambiante del ocaso. Tantas horas he pasado mirándola que, creo, resulta ser una de mis memorias más recurrentes. Es una mole gris verde azulada que se convierte en rojo fuego en apenas el transcurso violento de una hora.
GUÍA PRÁCTICA
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 9 de marzo de 2002