El estadio del Boca Juniors parecía el domingo el patio de una enorme cárcel en el que fuera a disputarse un clásico -en este caso, un Boca-River Plate (0-3)- entre internos de distintos pabellones. Para llegar hasta él había que sortear al menos tres vallas policiales, mostrar los boletos y someterse a una revisión exhaustiva. Los agentes, mujeres y hombres, inspeccionaban a todos los aficionados, incluso a los niños, para incautar radios portátiles, paraguas y todo objeto que pudiera ser utilizado como un arma.
El operativo de seguridad tomó, en efecto, la República de La Boca, barrio sur de Buenos Aires, desde el parque Lezama, donde finaliza San Telmo, hasta la orilla del Riachuelo. Un helicóptero realizaba vuelos circulares, se detenía, observaba y seguía. Había coches patrullas en las esquinas, caballería, guardias de infantería en carros blindados, agentes apostados en las azoteas y policías de paisano mezclados con los hinchas. La información oficial decía que eran 1.300 en total, uno por cada 35.
Los directivos colaboraron. Se reunieron, hicieron declaraciones de compromiso y pidieron calma. Un grupo de chavales vestidos con las camisetas de ambos clubes, que luego se quitaron para mostrar la de Argentina, paseó por el césped una bandera con la consigna No más violencia. Los equipos aceptaron posar juntos para el periódico Clarín y los respectivos titulares saltaron unidos al rectángulo con sus propias consignas: Basta de violencia y De nosotros depende.
El cielo revuelto descargó de pronto una tormenta feroz que calmó los ánimos. Poco más tarde, el sol calentó de nuevo el ambiente. Las entradas populares, a 12 pesos (6,86 euros), que habitualmente se venden con cuatro días de anticipación, se agotaron a sólo una hora del comienzo. Cinco minutos antes podían conseguirse plateas de 40 y 60 pesos (45,76 y 68,64 euros). El temor y la crisis económica rebajaron la pasión. Cientos de adolescentes desamparados rondaban en bandas de cuatro o cinco por las calles. Compartían una botella de cerveza o de vino y pedían "cigarrillos, algo para la entrada, cualquier cosa".
Y, en fin, nadie fue asesinado. Al menos hasta que cayó la noche, no hubo muertos que ver, contar y llorar sin consuelo. La policía detuvo preventivamente a los más exaltados. La rivalidad se redujo a los gritos, los insultos y las canciones de las hinchadas. Cantaba la del River: "Sólo le pido a Dios/ que se mueran todos los bosteros;/ que se mueran para siempre,/ para toda la alegría de la gente". Y contestaba la del Boca: "Como me voy a olvidar,/ gallina puta, la que te espera;/ como me voy a olvidar./ Vas a morir en La Bombonera./ Es mi ilusión volver a verte/ para volver a correrte;/ vas a cobrar una vez más,/ no te salva ni la federal [policía]". Seguía la del River: "Ay, che bostero,/ yo no te entiendo./ Lo ves a River y salís corriendo./ Ay, che bostero, yo no me olvido/ que vos a River le tiraste tiros./ Los bosteros son así,/ son todos putos y vigilantes;/ cuando tienen que aguantar,/ salen corriendo por todas partes". Y volvía a levantarse la del Boca: "Señora, cuide su gallinero/ porque esta noche vamos a matar/ una gallina para el puchero".
Media hora después del final del encuentro, bajo la lluvia, en el silencio del barrio de La Boca, ya sólo se oía cantar a la hinchada del River. Y es que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. El River había vuelto a ganar en el campo del Boca, y por el mismo resultado (0-3, goles de Cambiasso, Coudet y Rojas), aunque hubiera tenido que esperar para ello más de siete años.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 12 de marzo de 2002