En Cartas al Director concatenadas, Costas Lombardía, economista, puso el dedo en la llaga. La llaga que Pedro Capilla, farmacéutico, descubrió, sin querer y sin hablar de confidencialidad. Confidencialidad que pide el médico internista Juan Vidal, de Murcia, aunque acepta que la administración sanitaria conozca sus datos de consumo de medicamentos. ¿Para qué?, preguntamos nosotros. Dijo la Comisión Europea: '¿Sabe la compañía eléctrica que usted es zurdo? ¿Por qué? ¿Para qué?'. En Suecia, los datos electrónicos personales de las recetas desaparecen cada noche; se conserva, claro, la edad, el sexo y la localidad. Con ello sobra para hacer cualquier estudio (estudios, por cierto, bien escasos en España, con billones de datos confidenciales acumulados que nadie sabe para qué sirven). Como ciudadanos queremos que sólo nuestro médico sepa de nuestras enfermedades; no querríamos que la administración sanitaria supiera quién es esquizofrénico (recetas de neurolépticos), quién diabético (recetas de antidiabéticos), quién canceroso (recetas de quimioterápicos), quién tiene sífilis, una depresión, tuberculosis o padece enfermedad de Parkinson y demás. No lo queremos y no le sirve para nada a la administración sanitaria. Es información inútil, desagregada a título personal, que sólo se vuelve útil agregada, por grupos de edad y sexo, y localización geográfica.
Además, no tenemos ninguna seguridad en la seguridad del control de esa información personal, para ser francos. Por eso no empleamos medio informático alguno, para dificultar a los farmacéuticos el actual registro personal mecanizado de las recetas de los pacientes que atendemos como médicos generales.
Desobediencia civil, no violenta. Ética frente a brutalidad e ignorancia, frente al abuso de la informática (y la colaboración de los farmacéuticos).
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 16 de marzo de 2002