La puesta en práctica del euro ha sido algo positivo. El hecho de que más de 300 millones de ciudadanos del Viejo Continente tengan en estos momentos una misma moneda es un hito histórico, que pocos pensaban que sería una realidad en el año 2002. Por otra parte, el paraguas del Banco Central Europeo ha evitado que padeciéramos los efectos más negativos del chaparrón argentino.
A pesar de todo, no puede hablarse sólo de ventajas en este proceso de unidad monetaria. Así, un aspecto muy negativo de la aplicación del euro ha sido el aumento desmesurado de los precios. Sobre este punto concreto, voces políticas y económicas muy autorizadas ya advirtieron de que entre el periodo comprendido entre octubre de 2001 y abril de 2002 era necesario llevar a cabo un estricto control de precios. Pero, desgraciadamente, por culpa del dogmatismo neoliberal no se ha hecho nada al respecto. Las consecuencias todos las conocemos: una escalada de la inflación (de la inflación real, no del nuevo IPC maquillado que últimamente el PP se ha sacado de la manga) y una pérdida importante de poder adquisitivo de los ciudadanos que dependen exclusivamente de salarios bajos y/o congelados y de pensiones.
En definitiva, que el balance de estos primeros meses del euro son como algo parecido a un alimento agridulce. Ya que si, por una parte, la puesta en marcha de una moneda única en 12 Estados de la UE ha significado un valor añadido, un plus de confianza y de incremento de la unidad europea, por otra parte, las actuaciones y las respuestas de las instituciones comunitarias aún quedan muy lejos de los verdaderos problemas y retos que tienen planteados los ciudadanos y los pueblos de esta gran porción de territorio europeo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 22 de marzo de 2002