Que sólo en España se hayan recogido más de 500.000 firmas contra la lapidación de la nigeriana Safiya Hussaini es más que una reacción humanitaria. También constituye algo más que un gesto contra la injusticia o un clamor contra la crueldad. La posible ejecución de esta pobre nigeriana no habría despertado semejante consternación internacional, con millones de voces, si se hubiera tratado de un hombre y no mediara, como aquí, una discriminación. En la ley islámica un adúltero se habría librado de todo castigo negando los hechos bajo juramento, mientras la pena de muerte destinada para la mujer pone, en el centro, el fulgor del menosprecio hacia lo femenino.
¿Puede hoy alguna cultura, alguna religión, cualquier sistema político, considerarse civilizado sin asumir la igualación sexual? ¿Puede dudarse de que una organización o una iglesia irradia locura si discriminan todavía entre el varón y el no varón? La Iglesia católica se pudre en los vapores que defienden su vetusta idea de lo femenino. Pero el islam corrompe también su pretensión de ser aceptado como una creencia contemporánea más a causa del tratamiento que reserva para las esposas o las niñas. ¿Cómo sostener que no hay una cultura más desarrollada que otra? La mujer se ha convertido en un nítido patrón de valor para fijar el grado de progreso. La sociedad actual se autodefine según el mayor o menor grado de igualación y si las religiones merecen poseer sus peculiaridades doctrinales, los ritualismos, las liturgias o las fiestas, no pueden seguir manteniendo, sin arriesgarse al descrédito, la postergación de la mujer.
Una religión con dos clases de seres humanos es hoy una contrarreligión. No sólo una creencia del pasado, sino una excrecencia. En términos absolutos, contempladas atemporalmente en la galería virtual de un supuesto laboratorio antropológico, acaso no parezca superior una civilización a otra, ni tampoco, por ejemplo, la democracia a la tribu. Pero dentro de nuestro tiempo, los modos de entender la política, la estética, la moral o el sexo, los modos, en fin, de una cultura presente se clasifican implacablemente de acuerdo al mayor o menor refuerzo del patrón-mujer.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 23 de marzo de 2002