Si pronuncio el nombre de Rodolfo Mettini puede que nadie le recuerde. Les hablé de él hace un año, presentándolo como el mensajero que uno espera sin saber el momento en que irrumpirá en nuestra vida. Se trata de un ser rotundo y ejemplar, de esos hombres imbatibles que irradian energía allá donde pisan dejando una huella irreemplazable. Su historia personal dice que nació en Buenos Aires en 1920 sin más chauvinismo que los tangos profundos y los cafés antaño. Luego recaló en Brasil y posteriormente en Montevideo, donde pasó buena parte de su vida. Como todos los pelotudos imprescindibles encontró a la amada perfecta. Se llama Eda y conserva la belleza de las viejas heroínas. Los dos dejaron Uruguay cuando los dientes de la dictadura trituraban a sus criaturas. Como los exiliados de raza, íntegros y puros, partieron sin más norte que su propia honestidad y fueron a parar a una pequeña ciudad de Italia donde dejan que la vida transcurra sin sobresaltos. Allí, en la provincia de Macerata, entre los Apeninos y el mar, me recibieron los dos el pasado viernes. Me abrieron sus brazos, sus libros, su casa. Conocí con ellos el mundo universitario de una Italia volcada por entero con Miguel Hernández, un poeta español que había fascinado por igual a Rodolfo y a los organizadores de aquellas jornadas de homenaje al autor de Viento del pueblo. Estudiantes y gentes de aquellos lugares escucharon los versos de Miguel en la lengua de Dante y en castellano original. El actor Carmelo Grasso los hizo volar sobre el cielo de Tolentino y Macerata. Franco Casadidio hizo de hilo conductor y el profesor Enzo Calcaterra nos llevó por la vida del poeta. Les hablé del Hernández y rematamos los días plantando una palmera en plena campiña en honor a Miguel. Me traigo el fervor de esas gentes de Italia. Allí supe que Rodolfo Mettini, ese trotskista entrañable que destila bondad, también llora ante los buenos versos. A sus veinte años vio en Buenos Aires una representación teatral de Los hijos de la piedra y aún conserva la emoción. He aprendido a quererle, aunque nos llame roñosos y me castigue con tangos amargos en la puerta de embarque de cualquier aeropuerto.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 28 de marzo de 2002