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Necrológica:

Él sí era perfecto

Anoche, cuando supe su muerte, busqué una de sus últimas películas, Fedora (1978), amarga reflexión sobre el cine que, al igual que la extraordinaria El crepúsculo de los dioses (1950), se centraba en la decadencia de una gran estrella. Pero mi aparato de vídeo se puso de luto por Billy Wilder, negándose a reproducir la imagen. Sólo quedaron las palabras. Escuché, sobrecogida, la pregunta que Martha Keller, la actriz retirada, dirigía a William Holden, el productor arrumbado (curiosamente, se apellida Detweiler, un autohomenaje que Wilder se permitió en tiempos en que ya le costaba conseguir que creyeran en sus proyectos). La pregunta era:

-Robert Taylor, ¿murió?

Y la respuesta de Detweilder consistía en recitar una larga lista de exquisitos cadáveres de Hollywood.

Bien, hay que añadir el suyo. Resistió mucho, porque tenía muy buena mala salud y peor leche. Resistió tanto: la inactividad, la decadencia física. Resistió incluso que Sidney Pollack le mostrara el innecesario y, sobre todo, idiota remake de Sabrina, que osó perpetrar hace unos años, con Julia Ormond ("ese pescado", se quejaba Wilder) en el papel que pertenecerá siempre a Audrey Hepburn.

Y ahí está, en el vacío, en la nada, un hombre que llenó tantos espacios. La comedia cínica y amarga, el drama seco, la escéptica mirada a la realidad profunda de la naturaleza humana, a la pequeña felicidad de los seres pequeños, a menudo mediocres y con frecuencia sin escrúpulos.

Muchos de sus grandes actores y actrices murieron antes de que lo hiciera el director. Walter Matthau y Jack Lemmon, recientemente. Mucho antes, el mencionado William Holden, que fue su primer Lemmon: le utilizó como el guionista-gigolo de El crepúsculo de los dioses, y más tarde le convirtió en un soldado carente de heroismo en Traidor en el infierno. Mucho antes, cayeron Marilyn Monroe, Audrey Hepburn y tantos otros.

Billy Wilder, que se había arrastrado por Europa desde su Viena natal, antes de recalar en Los Ángeles, huyendo del nazismo, había sufrido en su familia el exterminio de los campos, pero nunca hablaba de ello. Simplemente, dejó de creer en la condición humana. Ello no le condujo a la destrucción, sino, precisamente, a todo lo contrario. Creó desde lo más profundo de su magnífico y generoso escepticismo una galería de personajes, que nos acompañarán mientras quede un soporte técnico para mostrarlos o un atisbo de gratitud y de memoria.

Lo mejor de él era su respeto por un buen guión. Se hizo director para que los demás dejaran de faltarle el respeto a los suyos. Cualquier película de Wilder posee algo de lo que carece la mayor parte del cine de hoy: imágenes que explican la historia, que se engarzan en un delicado mecanismo. Trabajar con él como co-guionista (siempre necesitaba uno que aporreara el teclado mientras recorría a zancadas el despacho) no debió resultar fácil, como reconoció en cierta ocasión:

-No es verdad que todos mis colaboradores forzosamente acaben dándose a la bebida. Algunos también se suicidan.

Y, repitiendo una frase de Samuel Goldwyn, añadió:

-¡Yo no tengo infartos, yo los provoco!

En un Hollywood en el que hasta Robert Altman debe tener un sustituto a mano para que le cubran el seguro que le permite trabajar (en el caso de Gosford Park, el británico Stephen Frears estuvo siempre al quite), Billy Wilder no pudo llevar a cabo los muchos proyectos que seguían hirviendo en su cabeza. Mientras pudo acudió a su oficina todos los días, ordenó sus papeles, permaneció ligado a su mundo. Como diría uno de sus personajes, él era grande, aunque el cine ya no lo sea. Era perfecto.

Su último gesto sarcástico fue morirse durante las vacaciones de Pascua, cuando las redacciones están prácticamente en tanga: "¡Ahí os quedáis!", debió de pensar este antiguo periodista. Le habría divertido escuchar que, en un canal de televisión, le adjudicaron la dirección de La jungla de asfalto, de John Huston, y de Nikoska, seguramente refiriéndose a Ninotchka, cuyo guión él firmó, pero que dirigió Ernst Lubistch, su maestro.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 29 de marzo de 2002