Cineasta estimable que pasó gran parte de su carrera a la sombra, y al servicio, del emblemático Kevin Costner, el estadounidense Kevin Reynolds se las ha ingeniado para construir entretenidos filmes de aventuras como Waterworld o Rapa Nui, que lo han convertido en un auténtico especialista en el género.
No extraña, por tanto, su designación para dirigir uno de los ejemplos canónicos de la gran aventura decimonónica, El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, a la que Reynolds se asoma, como hiciera anteriormente con las peripecias de Robin Hood, con ojo respetuoso, pero sin literalidad: aquí, nuestro hombre se permite, entre otras operaciones de reescritura para la pantalla, enmendar la plana al ilustre folletinero francés para inventar un final nuevo para la venganza del pobre Edmond Dantès.
LA VENGANZA DEL CONDE DE MONTECRISTO
Director: Kevin Reynolds. Intérpretes: Jim Caviezel, Guy Pearce, Richard Harris, Dagmara Dominczyk, Michael Wincott, Luis Guzmán. Género: aventuras, EE UU, 2001. Duración: 131 minutos.
Actor atormentado
Con el ojo puesto ante todo en la psicología del personaje, a quien Jim Caviezel aporta su extraño perfil de actor atormentado y complejo; una reducción considerable de las peripecias del injusto condenado, y una rutilante aparición del gran Richard Harris en un papel a su medida, el del cura que salvará, a la postre, a Dantès de la muerte en presidio, Reynolds devuelve una imagen del de Montecristo un punto original. Sobre todo, porque lo que nos propone, envuelto con las actualmente imprescindibles acciones espectaculares -¿se creería un espectador contemporáneo una película del género que no las incluyera?- es un héroe aprisionado en la venganza, a quien no calma ni siquiera ésta; un ser en perpetua lucha consigo mismo: un inocente, en fin, que ha perdido para siempre la inocencia.
Agréguese un desenlace descaradamente cambiado, una tan bella como desconocida actriz polaca como la añorada novia del recluso y un malvado atractivo, como es norma, y se tendrá el resultado final: una peripecia que sorprenderá seguramente a públicos no conocedores de los entresijos de la novela, aunque dejará indiferente a cualquier espectador riguroso.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 5 de abril de 2002