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Necrológica:

Era tan hermosa que dolía

Alguien que una vez se encontró frente su mirada -y tuvo la sensación de que chocaba físicamente contra ella- dijo que no tenía ojos, sino ascuas, ascuas oscuras. "Tanta y tan intensa es su hermosura, que duele", susurró Jean Cocteau cuando la conoció aquí en el año 1950, durante el rodaje de La corona negra, una extraña película española dirigida por Luis Saslavski, que ella, junto a un principiante llamado Vittorio Gassman, protagonizó y de la que el poeta francés era guionista. Y ambas ideas superpuestas, fundidas, moldean y traen la imagen más viva y exacta que se ha hecho de María Félix.

Se dijo también, y hay que rendirse a la evidencia, que su energía y su instinto reinventaron una forma singular del viejo estrellato en la que sólo ella tenía cabida, y esto explica, al menos en parte, el desdén con que resbalaron sobre su teléfono las incontables llamadas de Hollywood, que nunca encontraron eco en su voz cálida, suavemente rota y grave, muy honda. Ella comentó de pasada que no acudió a aquellas llamadas porque siempre le ofrecían papeles de campesina india "y yo no nací para llevar canastas". Pero cuando pusieron a su alcance nada menos que el hermoso y enorme personaje de la trágica mestiza Perla Chavez de Duelo al Sol, que acabó fingiendo y malinterpretando Jennifer Jones, se escurrió con la excusa de que tenía otro compromiso previo. Quizás intuyó que se sentiría extranjera, intrusa e incómoda, en el cerco del star system hollywoodense y eligió la pequeñez irrepetible del suyo, un estrellato que arranca del centro de gravedad del gran instante del cine mexicano en los años de la II Guerra Mundial, y que luego la llevó, tras su paso por España, a las cumbres del cine a las que le alzaron Jean Renoir en French Can Can y Luis Buñuel en Los ambiciosos.

Pero a María Félix le era ajeno el vértigo de haber saltado a trabajos de cumbre de la historia del cine. No se sentía conforme, ni demasiado a gusto con sus recuerdos de trabajo con Emilio Fernandez, Renoir y Buñuel. No se identificó con ninguna de las casi cincuenta películas que interpretó. Solía decir, y no parecía insincera, de que a muchas no las había visto completas y, sobre todo, insistía en que jamás las había vuelto a ver. Los recuerdos de su obra destilaron así, además de un goteo burlón, un deje suicida. Siempre hubo algo en los personajes que creó que la dejaba insatisfecha. Hay en su obra interpretaciones inteligentes, bien elaboradas, poderosas y de gran singularidad, en las que introdujo aliento de intimidad, lo que las hace extraordinariamente personales, sólo posibles en ella. Pero esta notable mujer no se dejaba arrastrar por las concreciones de su imagen y únicamente daba beligerancia a lo que éstas tenían de enriquecimiento de su persona, de la insaciable esponja de su identidad.

De ahí la verdad que deja ver la observación de Octavio Paz de que la gran película de María Félix es María Félix. Ella fue su obra de arte y, probablemente sin proponérselo, dio la razón a Paz cuando dijo que "no me siento un mito, ni una diva, ni una estrella, porque no hice nada para serlo, nací así. Desde que tuve uso de razón experimenté la sensación de ser el centro de todas las miradas y, por eso, cuando más tarde llegó el éxito, su llegada no me sorprendió, me pareció natural, porque estaba ya acostumbrada a él antes de tenerlo". Era María Félix estrella por decisión de su instinto, pero esta decisión no cerró su talento ni le impidió ser actriz incluso a pesar suyo, actriz ingénita, capaz de meterse en el pellejo de una ficción y darle vida compulsivamente, casi parirla.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 9 de abril de 2002