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Necrológica:

In memoriam María

Como en un ciclo María Félix murió exactamente en la fecha en que nació. María de los Ángeles Félix Guedeña había nacido en Sonora, en 1914, y murió 88 años más tarde, pero la mayor parte de ese tiempo fue una de las mujeres más bellas del cine y del siglo. Conocida a veces como María Bonita y siempre la Doña, apareció en el cine mexicano en 1942 en El peñón de las ánimas, pero verla una vez era imposible olvidarla. Fue, además, una belleza que creó su propio cánon y tuvo imitadoras en todas partes en el cine. Su última versión, Laura Elena Harring, en Mulholland Drive, es casi su imagen en cera perdida. María Félix era lo que se conoce en la religión hindú como un avatar: "Una encarnación terrestre de una deidad".

La conocí en La Habana en 1956, cuando vine a entrevistarla y me encontré con una mujer alta y me pareció aún más bella que en el cine. Esa fue mi impresión durante una entrevista en que me trató con una amabilidad extraordinaria y se mostró como una mujer inteligente, que hablaba con una voz grave y serena y casi susurraba sus respuestas, a las que debieron ser las preguntas que debían haberle hecho mil y una veces. El director de Carteles, de la que yo era cronista de cine, me había dado indicaciones concretas: él también era un fan. Pero el fotógrafo recibió del jefe de información una misión única: debía tratar por todos los medios de captar las manos de la Félix. "¿Por qué?", precisó, "es fama que sus manos son la única parte fea de su anatomía". Fui yo quien se fijó en sus manos: es decir, quedaron fijas en mi atención y luego en mi memoria. Las manos de María Félix eran de una rara belleza: tal vez no fuera fotogénicas, pero eran, como las manos de Rita Hayworth, las garras amables de un ave de presa: tal vez peligrosas, pero sólo en potencia. Pero cuando me dio la mano al llegar y al despedirse era cálida y de una cualidad memorable. La otra cualidad memorable era su voz: velada y precisa. Y si es verdad que toda belleza es terrible, María Félix reveló su eterna belleza con un encanto que no tenía intención de hacerlo profesional. Pero no sonrió una sola vez. Atento a sus manos y a su voz y a su belleza inescrutable me olvidé de que la esfinge no tiene sentido del humor: esa es su cualidad ancestral. Luego recordé que Octavio Paz dijo una vez que los mexicanos, todos, llevan siempre una máscara. La máscara de María era su cara.

Pasaron años y María Félix vino a Huelva a recibir el homenaje del festival de cine. Escribí especialmente para la ocasión un perfil que titulé Ave Félix, pero bien podía haberla llamado Fénix, porque me encontré otra vez con su extraordinaria belleza que renacía de las cenizas del recuerdo. No la importuné durante los días que duró el evento, pero estando en el aeropuerto de Sevilla esperando la salida del vuelo a Madrid se presentó una mujer que dijo ser la secretaria de la señora Félix para añadir: "La señora Félix quiere saludarlo". Ella se había quedado un poco apartada en el salón, y cuando me acerqué a ella vi que vestía toda de blanco (zapatos blancos, pantalones blancos, jersey blanco y, sobre todo, una capa blanca) y su belleza refulgía y cuando la saludé diciéndole "Doña María", en que estaba su nombre y su atributo, me dijo sonriendo: "Llámeme María". Hablamos y María demostró una veta de humor que no conocía y creí que casi nadie la conociera. Ella, actriz, en la parodia física y tomando un cigarrillo invisible, inhaló y exhaló un humo tan invisible como su cigarrillo: la imitación era de un escritor mexicano. Fue perfecta, y en sus manos todavía bellas había un gesto de desprecio. María, como se puede ver en sus películas, una de las formas de la encarnación del desdén. Recuerdo como en una de sus películas, engañada, prometía una metamorfosis desdeñosa y amenazante: "Ahora seré Doña Diabla!".

Pasaron más años y supe de ella por amigos mutuos. Uno de ellos compatriota no sólo de México, sino de Sonora, y me contó una anécdota que debió relatar primero ella. Estaba María sentada temprano en la mañana en la terraza del café Deux Magots, sin pedir ni tomar nada, mientras el camarero, y para colmo un camarero francés, la rondaba.

María seguía sentada ante su exigua mesa. Estaba esperando a una amiga que no venía. Finalmente el camarero se acercó a ella y le preguntó directo: "Madame, ¿tomará un café crême?". María lo miró de abajo arriba y le contestó con su voz aún más grave que de costumbre: "¿Es que tengo acaso aire de una mujer que toma un café crême?".

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 9 de abril de 2002