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Tribuna:

Inteligencia, genio y penumbra final

Porque era única y distinta, porque era La Doña, en las últimas décadas de su vida María Félix eligió la penumbra. Ni los adioses definitivos y patéticos a la Marilyn Monroe, ni los abandonos etílicos a lo Ava Gardner, ni la terca persistencia ante los reflectores de Liz Taylor. María optó por ser fiel a su personaje. Siempre supo que en torno a ella se había creado un mito y sintió que su mayor responsabilidad era respetarlo. Greta Garbo llevó su respeto al extremo: no la penumbra, sino la oscuridad. María Félix supo cuidar a su personaje tomando distancia del público, sin desaparecer. Todo confluía para preservar intacto y vivo a través de los años el recuerdo de aquellas películas memorables, de aquellos personajes y escenas que vieron nuestros padres y abuelos y que nosotros, como nuestros hijos, todavía vemos y seguiremos viendo.

A esta sabia preservación del personaje se aunaba en María Félix una fina inteligencia y un notable genio verbal. A menudo, sus frases contenían giros o palabras que eran propios, únicos, auténticos. Había algo de vértigo, de fuerte, de puñal en sus hallazgos, una sorpresa incesante que no tenía su origen en lecturas o memorizaciones, sino en su propio venero, construido al cabo de mil experiencias, viajes, lugares y personas. Su trato con escritores mexicanos y varios autores del existencialismo francés contribuyó seguramente a alertar su oído y su visión, a enseñarla a respetar las palabras. Si a la creatividad verbal se aúna la corrección, la expresión se vuelve un encantamiento. María hechizaba, encantaba.

El aura de María Félix explica en parte el hechizo. En el imaginario colectivo de México, su personaje está tan ligado a la historia de la Revolución que pareciera que intervino en ella (de hecho, nació en 1914, en lo álgido de la guerra, y traía algo de la indomable energía de los indios yaqui en sus venas). Era, como me dijo una vez, "una mujer con corazón de hombre", una hembra-macha que afirmó la condición de la mujer décadas antes del feminismo. Pero la explicación final de su atractivo tiene que ver con un valor que María encarnó de modo superior. Ese valor -decía el filósofo Plotino, en el siglo III- "es como la divinidad en los misterios: permanece oculta en el fondo de un santuario y no se muestra al exterior, para no ser percibida por los profanos". Ese valor absoluto tiene que ver con los ojos y con el alma, con la figura y con la inteligencia, con los ademanes y los perfiles, pero excede a todos esos atributos juntos. No es necesario ni posible explicarlo. Hay que contemplarlo y agradecerlo. Es el valor de la belleza. El pueblo mexicano, que sabe querer, la va a llorar, la va a extrañar.

Enrique Krauze es escritor mexicano y coordinador de la autobiografía de María Félix Todas mis guerras (editorial Clío).

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 10 de abril de 2002