Soy un viejo por haber vivido mucho, algo natural y biológico, nada anormal. Y no me gusta que me traten como una rémora económica para el sistema de pensiones. Sólo que me devuelvan algo de lo que he pagado durante 40 años, sin más favores ni zarandajas.
No me gusta que me compadezcan, porque mi voto vale tanto como el que más, ni que me salven del tedio y la nostalgia. Bailar ya lo hice de joven, hasta hartarme, y ligar ya no me apetece, con mi santa tengo bastante. Lo siento por los que les gusta cambiar.
Viví mi tiempo, como cada cual el suyo, y no reniego del pasado, porque, bueno o malo, es el
recuerdo que me queda de lo que fui y los recuerdos son la memoria a cierta edad.
A los que dicen que el mundo se acaba, porque no hay niños, les diré que como pitonisos son una pena. Si no vienen de París, vendrán de América o de África, pero niños habrá; ya lo verán.
Y no me gustan los eufemismos: ni tercera edad, ni residencias, ni gaitas.
Soy un viejo rebelde. ¿Qué diferencia hay entre morir solo o en una cama de hospital? Me gustaría una sociedad más humana, pero ya no me siento con ánimo para cambiarla. Los sesenta quedan muy lejos, algunos Beatles ya han muerto, la melena ya no se lleva, la minifalda se ha convertido en tanga. Sigue habiendo chicas guapas y nunca pasa nada que no haya sucedido ya.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 13 de abril de 2002