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COLUMNA

El súbdito

Sigo a través de los noticiarios la gira del Príncipe de Asturias por Andalucía. No es que me extrañe la organización de un acontecimiento de este tipo, con sus visitas a instituciones, talleres, gremios y paisajes, entre el calor o la tibieza popular, según las circunstancias. Lo que me asombra es el tono medieval que le dan algunos al viaje: hemos vuelto a los años remotos en los que el rey oía las quejas del pueblo, que pedía ser protegido de los señores feudales. Hay una diferencia: aquí las lamentaciones que, ante la situación local o fronteriza, elevan al Príncipe, han sido provocadas por políticos elegidos democráticamente.

Los nuevos señores feudales son los políticos democráticos, y curiosamente son los políticos democráticos y sus votantes los que reclaman la atención del futuro rey. Y esto me desmoraliza, me desanima profundamente, porque yo creía vivir en una monarquía constitucional y me veo en la Máquina del Tiempo, rumbo a la Edad Media, como en una novela de Michael Crichton. Sí, quizá volvamos a la Edad Media, con la jibarización o destrucción del Estado y el surgimiento de señores económicos o militares, o las dos cosas a la vez, y estemos asumiendo una mentalidad plebeya, de súbditos, y esperemos la llegada de un príncipe para que conozca nuestras penalidades y nos proteja de los políticos desaprensivos, es decir, de nosotros mismos, que los elegimos con nuestro voto.

Y lo peor es que, entre los que exponen sus penas al Príncipe, hay personas a las que suponemos democráticas, conocedoras de la Constitución. Según la Constitución, el Rey tiene el honor de ser símbolo del Estado unido y permanente, y en nombre del Rey los jueces administran justicia, aunque el Rey es irresponsable porque sólo hace lo que los elegidos por el pueblo deciden. Es árbitro y moderador, es decir, nombra a los responsables del Estado de la nación, convoca elecciones y disuelve las Cortes, sanciona y promulga leyes: sólo actúa según las decisiones de los elegidos por el pueblo.

Es triste la visión feudalizante del poder real que se desprende del viaje andaluz del Príncipe de Asturias: los organizadores han mezclado el ritual del escrito de agravios y la hoja de reclamaciones, la propaganda y el turismo sentimental, y han terminado reproduciendo los esquemas del programa de TVE Corazón, Corazón y su paranoica exaltación de las casas reales en un mundo dividido entre príncipes y plebeyos. Aquí algunos simulan haber esperado al Príncipe como al príncipe azul de los cuentos de hadas. Es una visión entrañable y familiar del mundo, pero a mí me desmoraliza. Uno confiaba en la posible existencia de una sociedad igualitaria, por lo menos políticamente igualitaria, entendiendo la política como un razonable intento de organizar la vida en común entre ciudadanos iguales, y de pronto se ve convertido en súbdito.

¿Le hacen un favor a la Monarquía los que, tomándola como amparo del afligido (ay, la afligida Andalucía), la tratan como si viviéramos en un mundo preconstitucional? Y el caso es que don Felipe de Borbón ni siquiera es rey: se está preparando para serlo en viajes tan ejemplares como éste.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 14 de abril de 2002