Llegó de puntillas al Madrid desde el Manzanares, donde el infierno ya era un hecho, y se ha destapado al cabo de una temporada y media como un valor seguro. El destino de Solari parecían ser las ferias menores, cuando las estrellas aprovechan para tirarse en el sofá, pero ha emergido como un futbolista de enorme fuste. Grande por su mayúsculo sentido competitivo, por su carácter para implicarse en encuentros que requieren echar mano del pico y la pala. Y muy apto para tocar el violín en noches más finas, porque está muy bien dotado técnicamente. En Barcelona hizo dos partidos en uno. Soportó con aplomo los momentos en los que los azulgrana embistieron de lo lindo y fue el centrocampista más sobresaliente de los suyos. Cuando el duelo se abrió en canal, en el segundo periodo, aportó llegada, claridad y temple. Desatascó a su equipo y puso la muleta cuando era preciso. Conoce, como buen argentino, todos los resortes del juego. No es una estrella, pero es un jugador entero, de los que tantas veces despejan el panorama en noches en las que el cuerpo de élite queda estrangulado.
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César. Decisivo en el primer tramo al arañar con su pierna izquierda un remate cristalino de Kluivert. Dio el gran susto de la jornada tras un choque con Makelele que le dejó noqueado unos minutos. Se recuperó y, en una noche tan difícil para él, por lo sucedido hace apenas un mes en la Liga, estuvo sobrio y sin fisuras.
Bonano. En los mejores momentos de su equipo, en el arranque del partido, frustró un remate dañino de Raúl, al que él mismo había dado vida con una salida mal calculada. En el gol de Zidane le faltó elasticidad en el salto y mayor firmeza al meter la manopla.
Helguera. Se enquistó demasiado entre los centrales y dejó desierto el centro del campo de su equipo, que se quedó sin timonel y en inferioridad en una zona tan sensible del juego. Como tercer guardián, no tuvo peso en el partido y su tendencia a irse al suelo para barrer la pelota dejó al desnudo a sus compañeros más de una vez. Eso sí, con una atlética acrobacia rascó a Kluivert un cabezazo diáfano y a partir de ahí mejoró. La consistencia de Hierro le ayudó.
Luis Enrique. Cuando flota entre los medios y los delanteros se convierte en un demonio para cualquier rival. Su intuición para descolgarse en el área descosió al Madrid en más de una ocasión. A espaldas de Makelele y de frente a los tres centrales blancos -más atentos a Kluivert y Saviola- percutió una y otra vez contra César. El larguero, que le escupió un remate de cabeza, le birló el gol que tanto buscó. Como siempre, concedió a su equipo un plus de agresividad, un atributo imprescindible en duelos tan efervescentes como el de ayer. En un Barça falto de señas de identidad, es una bandera.
Zidane. Desbordado por el raquítico centro del campo madridista, el francés no pudo entronizar el juego de su equipo como tantas otras veces. Sin escoltas, no pudo ser el faro de un Madrid que apenas tuvo la pelota hasta los instantes finales y, cosa extraña, cuando la tuvo fue el francés quien la perdió la mayoría de las veces. El Barcelona, sobre todo Motta, que le sopló al cogote durante todo el encuentro, le tuvo muchos minutos en las mazmorras. Entonces se vio obligado al tajo, una tarea para la que tiene carácter, pero para la que le faltan condiciones naturales. Las que le sobran para resolver en jugadas como la del primer tanto madridista, pleno de sutileza.
Rochemback. Curioso lo del brasileño, un jugador con algunas cualidades aparentes, pero incapaz de administrarlas como requiere el juego. Tiene fuerza y es dinámico, pero dispara con fogueo cuando es necesario -como en su marcaje a Roberto Carlos- y tira pólvora cuando la situación requiere temple, por ejemplo cuando se aproxima al área rival, cuando le sobra adrenalina y le faltan luces. Ayer de nuevo se le apagó la bombilla cuando se arrimó a sus delanteros.
Roberto Carlos. Del Bosque le abrió toda una autopista por la orilla izquierda. Como encerró a Helguera como central, fue eximido de responsabilidades defensivas para que se jugase una partida particular con Rochemback. Por individualismo y un exceso de arrogancia técnica fue menos dañino de lo que presumía su técnico, que tras el descanso le abrochó como lateral y se comió al pálido Geovanni.
Overmars-Michel Salgado. El gran pulso de una noche en la que bailaron juntos hasta el final. El holandés, siempre eléctrico, le encaró una y otra vez. Sus compañeros le dieron carrete siempre que pudieron, sabedores de que es el mejor abrelatas del equipo, pero, aunque retorció en varias ocasiones su cintura, Salgado estuvo más sosegado que en otras ocasiones. Por fin aprendió que Overmars siempre se escapa hacia su perfil derecho y supo cerrarle este camino en algunas jugadas.
Raúl. Mudo durante 55 minutos, algo insólito en este Carpanta del fútbol, despertó en el momento preciso. Su pase a Zidane en el gol fue magnífico, cargado de luminosidad, con la velocidad bien ajustada y al espacio exacto. Luego, repitió otra acción similar que Guti estuvo a punto de concretar.
Saviola. Invisible. No apareció cuando toda la parroquia local le esperaba con confetis. Sus detractores le achacan que sólo concreta aquello que ya está resuelto. Ayer les dio nuevos motivos: el Barça trazó numerosas jugadas y él, que participó tan poco como siempre, no estuvo cerca de sellar ninguna.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 24 de abril de 2002