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La toma de la Cibeles a ritmo de claxon

Mientras los madridistas eran despedidos en Barcelona por cientos de seguidores en el aeropuerto de El Prat, en Madrid se tocaba un concierto para claxon sincopado entre petardos de los de a duro, gritos de ¡hala Madrid! y rugidos de motor acompasados. El escenario principal, cómo no, la plaza de la Cibeles. Millares de coches a la izquierda de la diosa, millares de coches a la derecha de la diosa y decenas de personas encima de la diosa.

Unos 12 jóvenes hinchas consiguió encaramarse al monumento más querido por el alcalde de la capital, José María Álvarez del Manzano, y, una vez suspendidos sobre sus hombros, colgaron de él una bandera española y una bufanda blanca. Unos 300 espectadores, bastante activos, les jaleaban.

Tanto los que se atrevieron a profanar a la diosa como los que se quedaron alrededor abandonaron sus automóviles en medio de la vía, en plena Castellana; subieron a los capós de los que pasaban por allí y colapsaron el tráfico. Montones de hinchas con camisetas blancas, de banderas y escudos, aplaudían amontonados en las marquesinas de los autobuses. Saltaban, reían, cantaban y, sobre todo, gritaban. Algunos de ellos argumentaban que no se subían al monumento porque "seguro que hay cámaras y te cae un marrón".

Al jolgorio se sumó un peculiar vehículo amarillo, parecido a un Bugy, que emitía un ronco ruidillo rítmico y sobre el que cuatro seguidores ondeaban unas enormes banderolas. También más de una veintena de alucinados turistas, que sonreían sin comprender muy bien todo aquel alboroto, se apoyaban en la barandilla más cercana al Banco de España.

Pero, al fin, una hora más tarde, llegó la policía. Primero, dos agentes; después, un coche patrulla; más tarde, un furgón; finalmente, el despliegue habitual. Desalojaron a los hinchas que estaban sobre la diosa, acordonaron la fuente y cerraron el tráfico en dirección a la plaza de la Independencia. Entre la masa de aficionados cundió el desánimo. Sólo algunos optimistas, unos 30, se quedaron al abrigo de una parada de autobús increpando a la policía y al alcalde y aplaudiendo a los miles y miles de coches que hacían sonar la bocina al pasar en dirección a Neptuno.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 24 de abril de 2002