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Una novela mediocre

En los primeros años que vivió en España, Mario Vargas Llosa, un renovador de la novela en lengua castellana, era del Barça, que era de lo que había que ser entonces, cuando no sólo este equipo que viste de azulgrana era mucho más que un club sino porque era el club que representaba mejor una cierta actitud intelectual contra el régimen franquista imperante en la época. Las cosas han cambiado, y no sólo el Barça es un club, simplemente, como diría Manuel Vázquez Montalbán, sino que ya eso de que el Madrid es el equipo del régimen sólo se lo creen Joan Gaspart y su distinguida esposa. Con esa historia detrás, ver un partido de fútbol Madrid-Barça, como el de ayer, con Mario Vargas Llosa, es estar al lado de la ecuanimidad, ni mucho del Madrid, ni mucho del Barça, mitad y mitad. Un barcelonista le reprochó, cuando el autor de La ciudad y los perros celebró con pasión un lance madridista: "O sea, que eres del Madrid, con lo gran novelista que eres". "No", replicó el escritor, "mis lealtades en el fútbol son absolutamente volubles, depende de los partidos".

Estaba asombrado Vargas Llosa de lo que pasaba en la grada, esa especie de sinfonía (alentada, por cierto, por ese himno tan melancólico que canta Plácido Domingo como si tuviera resaca en la voz) perfectamente orquestada, que se levanta y se sienta, insulta o calla como si hubiera un sexto sentido animado desde un paraíso blanco. Luego se dio cuenta de que, en los prolegómenos, una especie de karaoke señalaba los momentos en que la gente tenía que desplegar el mosaico, aplaudir o corear. A lo que animaba ese tablero eléctrico era a insultar o a hacer pareados; él estaba fascinado con los pareados, porque sobre todo no entendía ninguno; algunos le tradujeron: por ejemplo, ese que dice que va a seguir la dictadura del Madrid, no va a acabar la dictadura del Real...

La grada fue lo verdaderamente entretenido del encuentro. Como si las novelas no tuvieran textos sino lectores. Con Vargas estaba en la fila doce, una antes que el peruano, el colombiano Daniel Samper, escritor y también humorista, que es del Barça desde que nació. Samper vio el partido por el lado de la filosofía y del baile; le dijo a Joaquín Estefanía, seguidor blanco desde niño, que lo que le sucedía al equipo de Rexach era que había venido a jugar al vals, lo hacía bien, pero precisaba salsa en los momentos finales, y la salsa no la sabe bailar el Barça si no está Rivaldo... Le pasaba al Barça también, les dijo un barcelonista a Samper y a Vargas Llosa, lo que le sucedía al equipo de Perú cuando se enfrentaba con Brasil, según una célebre crónica de Bryce Echenique: quien transmitía el partido sentía tal pasión peruana que en un momento del partido gritó: "¡Avanza Perú, avanza Perú, avanza Perú..., ¡gol de Brasil!" Y en efecto, avanzaba el Barça, avanzaba el Barça, ¡gol del Madrid! La flor del partido estuvo en el trasero del Madrid, que ni bailó vals ni bailó salsa, pero va a Glasgow.

Le pregunté a Vargas Llosa, como novelista, qué novela sería ésta. Dijo: "Parecía una de esas novelas que nunca acaba de arrancar, que desata muchas expectativas y al final se queda en nada, no remonta jamás". Samper, en el medio tiempo: "A lo mejor tenemos una novela tremendista y el Barça gana 1-4, una cosa exagerada, como las de Blasco Ibáñez o García Márquez". Cuando marcó el empate el Barça sólo Samper y el barcelonista que acompañaba a Vargas Llosa se levantaron de su asiento. En el silencio sepulcral que se hizo se notó que el mejor jugador del Madrid, el más disciplinado, el que sabía lo que se estaba jugando el equipo, era la grada. Samper reconoció: "A mi edad yo también soy un fanático, pero de cintura para arriba".

Las cosas se fueron adormeciendo, y de vez en cuando se producía alguna nota relevante, como el abucheo (impresentable) de la grada a Figo, que había sido su héroe, o los patadones a ninguna parte que definieron buenas fases del juego; Vargas Llosa, que ha dedicado a crear belleza la mayor parte de su vida, se horrorizaba ante esos denuestos del juego, que en Perú se llaman chacras, y lo vi mirar para otro lado cuando en la grada ultrasur (de donde venían los pareados más insultantes, como ese que reza: "Luis Enrique, tu padre es Amunike") empezaron a surgir esas banderas llenas de naftalina que están debajo de algún asiento desde los tiempos en que el Madrid era otro.

Le pidieron autógrafos a Vargas, al entrar y al salir. Él llegó muy feliz, desde París a Madrid, que ahora es su ciudad, y al Bernabéu; a un aficionado le dijo al final: "A ver qué hacemos en Glasglow", pero lo que más me sorprendió, y en esto demuestra que le gusta el arte por el arte, es que no supo hasta que terminó el partido que éste era un encuentro para decidir cuál de los dos eternos rivales iba a jugar la final de la Copa de Europa.

Sigue siendo Zavalita, por eso es tan apasionante ver la realidad con sus ojos. Aunque la que veamos juntos sea, como ayer, una novela que jamás remontó el vuelo para su desesperación como implacable, y ecuánime, lector de partidos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 2 de mayo de 2002