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LA OFENSIVA TERRORISTA

Humo, perplejidad y cláxones contra ETA

La explosión hizo retumbar las ventanas y en la calle se instaló un silencio roto por los 'ultras'

El estallido no sonó como uno de esos potentes petardos que se suelen escuchar en los campos de fútbol. Retumbaron las ventanas y no hizo falta escuchar las sirenas para saber que había ocurrido un atentado. A las 16.55 todo el barrio se asomó a las ventanas con gesto de estupor, al tiempo que comenzaban a llegar vehículos del Cuerpo Nacional de Policía, ambulancias, bomberos. En la calle hubo más aturdimiento que miedo. Una columna de humo comenzó a elevarse por la fachada del edificio Europa, mientras los camarógrafos de televisión salían pitando de las unidades móviles instaladas en el descampado situado junto a la tribuna principal del estadio Santiago Bernabéu. La policía se desplegó rápidamente por el paseo de la Castellana, acordonando una zona de 100 metros alrededor del lugar de la explosión.

En la calle hubo más aturdimiento que miedo. Lo que dominaba era el susto

Había un extraño silencio, sólo roto por las sirenas y por los gritos de los integrantes de la facción Ultras Sur. Abandonaron los bares situados en la confluencia con la calle de Concha Espina y se dirigieron, brazo en alto, con sus enseñas hacia la plaza de Lima, justo enfrente del lugar donde ardía el coche donde los terroristas habían instalado el artefacto.

De frente al cordón policial, los ultras comenzaron a corear consignas fascistas, sin que nadie alrededor se sumara a ellos. Pero la tensión se mezclaba con la perplejidad. Un grupo de ultras comenzó a patear las cabinas de teléfono de la zona, mientras proferían gritos amenazantes contra algunas personas. En medio de la confusión, René, un cámara francés de la empresa Mediapro, fue atacado brutalmente. "Esos fachas, hijos de puta, por poco me matan", dijo después de escapar a la carrera. Su rostro estaba tumefacto, y la tensión le vencía. "Ahora no puedo hablar, me encuentro mal", decía apoyado en la unidad móvil de su empresa. Allí comenzó a llorar. Sus compañeros trataban de reconfortarle.

En las unidades móviles de las cadenas de televisión el ritmo era frenético. Víctor Santamaría, jefe de realizadores de Canal +, llegaba sin resuello a su camión. Tenía convocada una reunión con los cámaras desplegados para informar del partido. Pero no era sencillo encontrar a nadie. Los operadores habían acudido inmediatamente al lugar del atentado; otros técnicos trataban de cruzar el cordón policial para acceder a la unidad móvil. "Las cristaleras de Torre Picasso [el edificio más alto de Madrid] se han movido como si fueran hojas", relataba un periodista de Canal +, cuya redacción se encuentra en esa torre.

Los centenares de ciudadanos agolpados en las cercanías reaccionaban de forma paradójica, como suele ocurrir en los casos donde la realidad supera a la ficción. Por primera vez, ETA había colocado una bomba a las puertas de un estadio de fútbol, apenas cuatro horas antes de uno de los acontecimientos deportivos del año, en un lugar atestado de gente desde las primeras horas de la tarde.

La gente hablaba en voz baja, todo el mundo impresionado por el atentado y por la densa columna de humo que ascendía por la fachada de Torre Europa. Pero en ningún momento se produjeron escenas de pánico. Dominaba la perplejidad en la misma medida en que trataban de funcionar los teléfonos móviles. Los aficionados, muchos de ellos procedentes de fuera de Madrid, trataban de conectar con sus familiares. Unos relataban el atentado; otros tranquilizaban a sus parientes: "Estamos bien, pero no sabemos si se jugará el partido" . En algunos corros se escuchaban comentarios alarmantes: "Creo que hay tres o cuatro muertos". Un hombre hablaba solo: "Sabía que esto iba a pasar cualquier día".

A esa hora, Julio Cendal, jefe de seguridad del Real Madrid, se ponía en contacto con Manolo Redondo, el hombre de confianza de Florentino Pérez. El presidente del club, que acababa de salir de la comida oficial con la directiva del Barcelona, se dirigía en ese momento a su domicilio, situado en un barrio del norte de la ciudad, cuando escuchó un ruido lejano. Su coche giró y enfiló hacia el Bernabéu. Desde su despacho se puso en contacto con Mariano Rajoy, vicepresidente primero del Gobierno y ministro del Interior. Pronto recibió noticias de la Casa del Rey: el príncipe Felipe iba a acudir al partido. No se alteraba ningún plan.

En el interior del estadio todo estaba tranquilo, pero comenzó a ser inspeccionado todo el Bernabéu. Por lo que se refería a ese asunto, el partido podía disputarse, a la espera de la decisión de la autoridad gubernativa. Fuera del Bernabéu, había gente que pretendía salir del lugar -"esta zona no me gusta nada", le comentaba un hombre a su esposa-, ciudadanos que observaban fascinados el lugar del atentado, y transeúntes que parecían ajenos a todo lo que estaba sucediendo. Funcionaban las cámaras de los aficionados, pero no sólo para captar imágenes del suceso sino para recrearse en cuestiones que, desde luego, parecían intrascendentes. Algunos aficionados dirigían sus objetivos hacia la fachada del Bernabéu, donde se leía en un neón el nombre del estadio, y otros regateaban en los puestos de ventas de camisetas y bufandas.

A las 17.35, la megafonía de Radio Marca, instalada en un camión junto al estadio, comunicaba que se había escuchado otra explosión en la glorieta de Santa María de la Cabeza. En esos instantes, los televisores de las unidades móviles ya emitían imágenes del suceso, frente a la atónita mirada de los aficionados. La noticia de la segunda explosión coincidió con una especie de movimiento expansivo de la gente. Algunas personas comenzaron a correr, con la intención de alejarse del lugar. Una chica se apoyaba en un muchacho. Ella se protegía el estómago y no lograba detener las lágrimas. Él la abrazaba. A su lado, un camarógrafo de televisión se desesperaba porque se le habían terminado las cintas de vídeo y no llegaban las de repuesto. Al fondo, proseguían los gritos de los ultras, apagados por el incesante ulular de las sirenas y de los cláxones de los aficionados, que pedían, al menos de forma simbólica, la normalidad del fútbol frente a la intolerancia de los terroristas.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 2 de mayo de 2002