El presidente Jacques Chirac cerraba anoche su campaña entre delirios ruidosos pero concertados en Villepinte, afueras de París, sabiendo que Francia está dividia en tres partes y que su legitimidad sólo reposa en una de ellas. El líder del Frente Nacional y el hombre del Elíseo, que acarrean 142 años a las espaldas, reinan sobre dos minorías de un 20 por 100 del país. Más allá, una tercera Francia que abomina o se desmarca de todo lo que uno u representan. En el caso de Le Pen, su capacidad de escapar a ese corsé minoritario, y en el de Chirac, de que su rival no desborde su sumidero de votos, determinará su éxito respectivo en esta segunda vuelta de las presidenciales francesas.
MÁS INFORMACIÓN
- Más de un millón de franceses se echan a la calle contra Le Pen
- Chirac prepara un 'Gobierno electoral' para conseguir la mayoría en las legislativas de junio
- Una Francia partida en tres
- Más del 75% de los franceses votará a Chirac según los últimos sondeos
- El temible ideario de un viejo fascista
- Chirac busca hoy un apoyo masivo como símbolo de la democracia
- Jacques Chirac, reelegido presidente de la República con un apoyo del 82%
- Un clamor pide la VI República
- Tema:: Las elecciones francesas
A Chirac le gustan los mítines bajo techado, en una vasta nave industrial o de exposiciones como ésta, que aparece repleta, tres o cuatro mil fieles, y en este fin de fiesta estruendoso, música y grupos pop. El aire libre puede ser traicionero, como el pasado 1 de mayo, cuando se congregaron a cientos de miles en París y toda Francia para vocear por qué no queda más remedio que votar por un presidente que sólo entusiasma a su parroquia. El mejor eslogan de Chirac se escribe con el nombre de Le Pen.
Pero como el presidente es capaz de repicar y estar en la procesión, arrancó ayer su discurso-clausura recitando uno a uno los males de la patria que tan bien vocifera Le Pen: la nación sufre de inseguridad, de miedo, los jubilados se angustian, la sanidad está en crisis, el paro crece, Francia funciona a medio gas, la energía social vive prisionera, la fiscalidad oprime y la burocracia maniata. El ciudadano carece de puntos de referencia en este mundo uno y nada trino, que se llama de la mundialización. Con menos, el Dante había descrito el infierno.
Y, tras el balance de desgracias, el nombre del bárbaro que quiere asaltar la ciudadela: la extrema derecha, motor de exclusión, discordia, violencia social y repliegue identitario. Sin mencionar jamás a Le Pen -a quien no se le cae nunca el nombre del presidente de la boca- Chirac se acerca de puntillas a su programa. Control estricto de la inmigración en las fronteras de Europa -querrá decir Andalucía-. Al que no se le deja entrar no hace falta expulsarle luego.
En este discurso enfervorecido de decibelios, Europa tiene derecho a una verdadera apología, pero comercial. Salir de la UE, como propone el ultra, sería destruir millones de empleos, porque es en Europa donde se vende, y donde el euro yugula la inflación y aleja la inestabilidad monetaria. La mundialización, añade el presidente, exige un reagrupamiento europeo para hacer frente a las grandes potencias económicas, que es lo que más cerca queda de mencionar a Estados Unidos. Ninguna visión, ningún sentimiento, ni una palabra de esa Europa política, federal, confederal, de geometría variable o euclidiana. Europa no le parece un proyecto, sino un sanatorio.
El presidente tiene siete años más que en su último empeño presidencial; en esta clausura, a sus 69 años, ha perdido un poco la voz, parece, coqueto, que incluso duda, tarda en encontrar alguna palabra, no quiere que nadie juegue a la víctima con él, como ha sabido hacer Le Pen, y pretende proyectar una nueva autoridad reflexiva. ¿Chirac, pensador? Pero sabe que menos de un 75% el domingo no le cuadraría las cuentas.
Por ello, hay que prometer, hay que soltar lastre que, cómodamente, porque los últimos cinco años ha tenido un jefe de Gobierno socialista, puede dar a entender que ha acumulado Lionel Jospin. Si el líder ultra ofrece eliminar en cinco años el impuesto sobre la renta, él lo reducirá de un tercio, con un 5% aplicable ya en 2002. Y en esta renovación-rejuvenicimiento de Francia para convertirla en una fiera europea y competitiva, le meterá también mano a la burocracia que, aunque cierto que muy papelera, uno creía de las más fiables del planeta.
La paradoja es que el verdadero entusiasmo está aquí entre los franceses con buen empleo y sin miedo al futuro más que en casa de Le Pen, donde más bien reina el refunfuño y la protesta bronca y defensiva. El Chirac proteico que es tan convicente, al menos ante su público, con conciencia social como de adepto del neoliberalismo, como europeísta que como soberanista, no ha perdido su capacidad de simpático contagio. Sigue siendo un maestro de la pausa y del trémolo, el mejor lector de tele-prompter. Por dura que sea la carrera, a Chirac le gusta ser Chirac, y eso transmite bien. Y como profesional que es, tanto como en el resultado del domingo, piensa ya en las legislativas de junio para las que pide un gobierno que no cohabite, que gobierne, la derecha -aunque jamás pronuncia la palabra- siempre a sus órdenes. No ha sido un discurso de apertura a la izquierda, sino de sedante para la derecha democrática. Del sobresalto Le Pen, dice apenas entre líneas, hemos de ser nosotros los beneficiarios.
En estos momentos en que, aunque nadie dude de quién vaya a ser el próximo presidente de la República, inevitablemente consciente de que cerca de la mitad de los sufragios que reciba el día 5 van a ir "a un tramposo" para no aupar "a un facha", como tantos pósters callejeros proclaman hoy en el país, invoca un valor eterno: la República. El público canta junto con su presidente La Marsellesa, como también hacen con desenvoltura los de Le Pen. Dos Francias minoritarias se disputan el voto pugnando por arrastrar a la tercera. Pero cualquiera que sean los pretendidos méritos de los postulantes, ésta sabe de sobras qué es lo que tiene que votar el domingo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 3 de mayo de 2002