HASTA LA ZARZUELA se renueva. Lógicamente, al ser un género que proviene del pueblo. Y aunque esto represente una sorpresa para muchos que piensan todavía que se trata de un arte casposo, antiguo e imposible de revitalizar. En los últimos años hay varios ejemplos ilustrativos. La experiencia en Berlín con La verbena de la Paloma estos días no es única. Varios directores de escena españoles han intentado revitalizar un género con mala fama y desprestigiado que, sin embargo, está en la memoria de todos los aficionados. La bandera de la regeneración ha sido levantada por un teatro principalmente, el de la Zarzuela, en Madrid, que poco a poco, paso a paso, se atreve a hacer encargos que rompan con lo anterior. Durante un mes, hasta mañana domingo, se han representado Los claveles, de José Serrano y Agua azucarillos y aguardiente, de Federico Chueca. Las dirige Alfonso Zurro, que une su nombre a Paco Mir, el miembro del grupo catalán Tricicle que esta temporada impactó con Los hijos del capitán Grant; a Jesús Castejón, que el pasado año también dio que hablar con un montaje fresco y descarado de El niño judío o a Calixto Bieito, que abrió la veda con un Barberillo de Lavapiés escandaloso que produjo sofocos entre un público que redescubría en la pieza, con algún que otro político escandalizado, una carga de crítica social virulenta. Poco a poco y con paciencia se va lavando el género de un mal de asociación que tiene que ver con lo que padece el wagnerianismo relacionado con los nazis, según Castejón y Azurro. 'Es un problema similar y cuesta luchar contra él', dicen. Pero no es el único. Hay una muerte del género ya que no se crean nuevas piezas para el repertorio. Quizá sea ése el reto mayor: ¿Como sería una zarzuela en el siglo XXI? Los compositores tienen la respuesta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 11 de mayo de 2002