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Crítica:DANZA | 25 AÑOS DE LA COMPANHIA NACIONAL DE BAILADO

Reencuentro con la eterna Giselle

Para celebrar los 25 años de la compañía titular lusa, los organizadores de los fastos han editado un libro antológico de los cinco lustros de trayectoria y escogido un clásico (como debe ser), Giselle, para volver con estas galas al teatro San Carlos, ya hoy restaurado su exterior.

La agrupación portuguesa escogió para esta nueva producción de envergadura al maestro y coreógrafo cubano Jorge García, vinculado desde hace años al conjunto y a toda la danza portuguesa de los últimos 30 años (muchos de estos bailarines de hoy han sido sus alumnos). Hay que citar que ya García había montado en 1973 Giselle para la Fundación Gulbenkian y en 1987 una primera versión para la CNB. Así, es un profundo conocedor de la obra, sus quiebros, evolución y estilo.

Companhia Nacional de Bailado

Giselle o las willis. Coreografía: Jorge García sobre la original de Petipa-Coralli-Perrot; música: Adolph Adam; escenografía y vestuario: António Lagarto; dirección musical: James Tuggle. Teatro San Carlos, Lisboa. 9, 10 y 11 de mayo.

Lo que ha conseguido Jorge García tiene un enorme mérito: colocar a la plantilla en formaciones estables y en conciencia de lo que se baila. Una vez más, el ballet clásico es el acicate del rigor, la autoexigencia y el vehículo demostrativo de lo mucho que puede dar de sí el buen uso de la academia. El coreógrafo preparó tres elencos, donde se repartían debutantes con bailarines más expertos.

Giselle compromete a la bailarina desde que abre la puerta de su casita. Ninguna de las tres que han bailado en el San Carlos son consumadas románticas, pero las dos primeras, Ana Lacerda y la francesa Adeline Charpentier, hacen una honesta búsqueda de resortes y motivaciones propios hasta llegar a una discreta solvencia; la tercera, la brasileña Daniela Severian, se refugia en su capacidad técnica y cede a la influencia mediática de otras Giselles, cosiendo sobre sí misma recursos ajenos.

Los partenaires, Fernando Duarte y el británico Alistair Main, navegan en sus posibilidades, sin pretensiones, mientras el español Carlos Pinillos fue potente y voluntarioso hasta el exceso (también el más aplaudido), aunque con un arrojo que no ayuda al pulimento dramático y su consecución estilística.

A destacar el Hilarión del joven Luis d'Albergaria, pasional y muy sentido, entendiendo su papel de charnela argumental.

La recreación coreográfica de García es muy cuidadosa y experta, sacando figuras armónicas en su versión del pas de paisants, o en la aún misteriosa adoración al sol de las willis en el segundo acto. García apuesta por respetar limpiamente y al máximo los materiales coréuticos de los que se disponen hoy, facturando el trabajo colectivo en el estilo sin descuidar los ejes protagónicos. Tal principio con el ballet romántico es más que loable.

La escenografía y el vestuario de Lagarto (que ya hizo con la CNB Romeo y Julieta y La bella durmiente) eluden el compromiso tradicional y la precisa implantación temporal, usando atrevidas mezclas de tiempos, lugares y colores. La dirección orquestal del norteamericano Tuggle al frente de la Orquesta Sinfónica de Lisboa fue irregular, a pesar de su larga experiencia en el terreno balletístico.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 13 de mayo de 2002