Salvador de Madariaga opinaba que los irlandeses son celtas cuyos antepasados procedían de la Península Ibérica y que, en vez de quedarse donde tan ricamente estaban, cometieron el error de aventurarse más por el norte. Para el ilustre europeísta, si había una afinidad entre irlandeses y españoles -¿y quién lo podía ignorar?- de allí arrancaba. De aquellos celtas despistados.
Un día, en la Liga de Naciones, Madariaga discurría entre un grupo de colegas sobre los verbos españoles 'ser' y 'estar', rara pareja ausente en otros idiomas de origen latino y que suele proporcionar quebraderos de cabeza a los que no mamen el castellano con su leche maternal. Le escuchaba atentamente Eamonn de Valera, presidente de Irlanda con antecedentes murcianos y, si no me equivoco, pariente del autor de Pepita Jiménez.
-¡Los tenemos también en celta!- sentenció.
Y era verdad. Madariaga se quedó de una pieza. Se confirmaba su tesis.
Siempre he creído que don Salvador tenía razón. Los irlandeses padecemos de nostalgia mediterránea y tenemos aquí, y sobre todo en Andalucía, la sensación de haber vuelto a casa. No es casualidad que la actual presidente/a de la República, Mary McAleese, haya adquirido un dominio del español admirable, ni que sienta predilección por estos pagos sureños.
Tal vez no le sonará a quien lea esto el nombre de George Campbell. Se trata de otro caso que confirma la regla. Campbell, que murió en 1979 a los 62 años, es uno de los grandes pintores irlandeses del siglo XX. Le apasionaba Andalucía y, sobre todo, Málaga, donde durante 14 años seguidos se resguardó del intolerable invierno de su país natal. Dicen que hablaba con acento de boquerón nacido y criado.
Estos días, y hasta fines de mayo, se está celebrando en El Corte Inglés de Málaga una estupenda retrospectiva del pintor. Estupenda no sólo por los cuadros y dibujos expuestos, sino por las fotografías que los acompañan. Jorge, como le llamaban sus amigos españoles, ostentaba una pinta de andaluz inconfundible.
Le gustaba hablar bebiendo, o beber hablando, como a cualquier hijo de la isla, y uno de sus pubs preferidos en Dublín era el mítico Davy Byrne's... mítico, entre otras razones, porque Joyce lo evoca en Ulises. Allí tuvo lugar nuestro encuentro, allá por los años sesenta. Afable, ocurrente, irónico, socarrón, estupendo conversador con una inagotable cantera de anécdotas, Campbell departía sobre todo menos su arte. Y mucho sobre Málaga: su luz, su vino, su música, sus pintores, sus gentes, sus noches. Era un tipo entrañable.
Luego le perdí de vista. Lo he lamentado mucho al visitar esta hermosa exposición. En la inauguración hubo palabras cálidas de irlandeses y de españoles, con nostalgia de los días heroicos de La Buena Sombra y del Grupo Picasso.
A Campbell le encantaba El Palo. La muestra incluye una pequeña y bellísima aguada de la localidad, con un grupo de pescadores absortos en la tarea de remendar sus redes, y unos azules sensacionales. Por sí sola hace inolvidable una retrospectiva repleta de gratas sorpresas, de suavidades celtas y de destellos malagueños.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 14 de mayo de 2002