Hacía tiempo que no oía cantar a Diego Clavel. Demasiado, teniendo en cuenta la clase de cantaor que es, que se va a lo más difícil sin pestañear, a esos estilos que otros cantaores -incluso de muchas campanillas- se lo piensan muy mucho antes de afrontarlos.
Se necesita el valor de Diego Clavel para comenzar un recital cantando la caña y terminarlo por siguiriyas. Y entre ambos estilos cantiñas, granaínas, soleares y la mariana. Se dice así, en cuatro palabras, pero todo eso hay que cantarlo, en secuencias además largas como hace Clavel. Y hay que poder cantarlo. Clavel puede. Es cantaor de voz que parece chiquita en determinadas fases del cante, pero que de pronto la suelta y llena cualquier sala con toda la suficiencia que se le pida.
Cantaor que maneja como nadie el juego de la voz, emitiéndola con largueza en tonos pianísimos y aguantándola hasta lo inverosímil para, a continuación y sin respirar, dejarla libre en un amplio vuelo que fija la grandeza del cante y despeja cualquier duda que nos hubiera podido llevar a la aprensión sobre la capacidad del artista. Es cierto que en ocasiones -en las granaínas se hizo más evidente que en ningún otro género- Clavel llega a extremos que nos parecen quizá artificiosos ese juego casi exclusivamente de garganta y de quiebros de voz, pero en él se basa el concepto que el cantaor tiene del arte que ejerce, y que le permiten sus propias facultades.
Triunfo serio, pues, éste de Diego Clavel en Madrid, después de un tiempo considerable en que aquí no le oíamos, secundado con acierto por el toque de Antonio Carrión, tan pegado siempre al cante. Y cuando salíamos de la primera sesión, larga fila de espectadores en las escaleras de acceso y en la calle esperando para ingresar a su vez en la sala, lo que no había ocurrido con anterioridad. ¡Albricias, pues!
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 14 de mayo de 2002