'No puedo pedir a la Virgen el milagro de que el equipo fuera todos los años campeón de Europa, pero sí su intercesión para que la visita se repitiera', así, sin subterfugios, triquiñuelas o medias tintas. Antonio María Rouco Varela, cardenal arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal es cualquier cosa menos sutil. Naturalmente el decorado y el vestuario eran inolvidables. Son dos mil años largos de utilizar todos los recursos escenográficos para deslumbrar al personal. Lástima que el Real Madrid no fuera romano: lo de Rouco en San Pedro sería total, más que un tripi. Los extras, por su parte, eran variopintos: venerables fieles que decidieron quedarse en la catedral después de oir la misa, seguidores del club, jugadores, utilleros, monaguillos, el deán, el ceremonioso, una excelente muestra de solidaria unidad entre el pueblo y los elegidos, siempre que los elegidos ganen un trofeo, por supuesto.
Superado el bochorno de la Almudena -sonrojante por lo que tiene de innecesario trámite de aparente pleitesía- quedaba aún el comentario del presidente del Gobierno, que lamentó, con esa media sonrisa de quien cree que va a decir algo gracioso, el que nadie le hubiera felicitado por el triunfo de su equipo. No hay duda: un equipo que ha superado con estoicismo la pedestre etiqueta de franquista y que, ahora, consigue sobrevivir a la admiración de Rouco y Aznar tiene que ser el mejor del mundo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 17 de mayo de 2002