Selecciona Edición
Selecciona Edición
Tamaño letra
COLUMNA

Teatro

El problema de la rehabilitación que los arquitectos Giorgio Grassi y Manuel Portaceli realizaron en el Teatro Romano de Sagunto es que con ella este edificio se parece quizá demasiado a sí mismo. Resultaba demasiado entrañable su esqueleto dislocado desmoronándose, y mucha gente terminó confundiendo esta destrucción con autenticidad, aunque lo que hicieron estos arquitectos fue recomponer sus huesos remendados hace años y devolverle en parte el cuerpo que tuvo en su momento de máximo esplendor. Lo que consiguieron con ese proyecto ahora condenado a la destrucción fue arrebatárselo a la nostalgia para darle una utilidad cultural, sin embargo algunos nos habríamos conformado con una intervención menos ambiciosa y que los mismos arquitectos hubiesen levantado un teatro nuevo en ese entorno histórico para desarrollar la musculatura cultural de Sagunto. Pero el caso es que se hizo así y ahora su derribo, en el grado de reversibilidad que sea, no tiene ningún sentido. Ni siquiera utilidad política para un pragmático empedernido como Zaplana. En cambio, la actitud resuelta del Consell para proceder a la demolición de la obra nueva en base a una sentencia que se presta a múltiples interpretaciones, sí que aporta información sobre hasta qué punto el presidente de la Generalitat no ha satisfecho todavía su hipoteca con la ex directora de Las Provincias, que es, más allá del abogado Juan Marco Molines, a quien reconforta psíquicamente este estropicio revanchista. Ella secretó toda la bilis que acompañó hace años a las obras de este teatro, del mismo modo que hizo con la lengua, la bandera o el proyecto de Ricardo Bofill para el río Turia. Entonces, la derecha valenciana, por su falta de personalidad y liderazgo, le pertenecía y tuvo que librar esa misma guerra absurda sobre todos los escenarios que a ella se le antojaron. Y ahora, tras zafarse de ella, todavía aprieta con un tentáculo a Zaplana para que le ofrende este sacrificio por los servicios prestados. Y por mucho que Zaplana trate de investirse de equidistancia, alegando a través de sus propios que se trata de una sentencia que hay que cumplir, este derribo es un lamparón muy guarro en su pechera de liberal europeo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 18 de mayo de 2002