Apenas hay ya paraísos en la costa española, y los pocos que quedan están en peligro. Como el formado por una franja del Levante almeriense que se extiende desde Carboneras, casi en la frontera oriental del cabo de Gata (otro paraíso, por fortuna protegido), hasta Villaricos, no muy lejos del límite de Murcia.
En medio de esta línea de perfiles africanos, el pueblo árabe de Mojácar (unos 5.000 habitantes censados), cuyas casitas blancas cuelgan de una montaña, es, sin duda, el lugar emblemático de una zona que tardó en verse asaltada por la vorágine turística. Hoy, los clientes de toda la vida, los que apostaron por el apartamento en propiedad o el alquiler de verano repetido, apenas si suben en verano hasta el pueblo, aunque sólo sea para evitarse los problemas de aparcamiento o para huir de las multitudes y del nunca armonioso matrimonio entre callejuelas con todo el sabor de las alcazabas marroquíes y las omnipresentes tiendas de recuerdos, en las que domina el dios Índalo, la imagen de marca de Mojácar. Aun así, el pueblo sigue siendo visita obligada para los neófitos.
Todavía hace 10 años podían compaginarse el disfrute de extensas playas, que ni en agosto llegaban a estar superpobladas, con los de una gastronomía autóctona mezcla de los placeres de la tierra y del mar y con un cierto ambiente provinciano incompatible con la masificación. El playazo de Vera (que se extiende desde el borde este de Garrucha hasta más allá del primer hotel naturista de España) y un rosario de playas de tamaño medio (Galera, Algarrobico, Granatilla, Sombrerico, Macenas, Rumina...) ofrecían oportunidades únicas para disfrutar del sol, sin tener que pelearse por un espacio vital mínimo en el que colocar la sombrilla o la toalla o aparcar el coche. Los restaurantes del paseo marítimo de Garrucha (nunca baratos, pero sin el desmadre actual de precios) y, tierra adentro, los de Turre y Vera eran (y siguen siéndolo) la principal competencia de chiringuitos de paella, sangría y pescado fresco.
A tiro de una hora al volante, siguen (y por fortuna no hay quien los eche a perder) los parajes agrestes y fascinantes del cabo de Gata, las cerámicas y jarapas de Níjar, el paisaje en yeso de Sorbas, el desierto de Tabernas que atrajo al Oeste cinematográfico en su versión spaghetti y las grutas que, como réplica lejana y más elemental de las de Guadix, dan nombre a Cuevas del Almanzora.
Entre 1992 y 1995, una depresión que no llegó a serlo del todo abarató el precio de las viviendas y dejó a su paso un rastro de esqueletos de cemento, embriones de urbanizaciones a medio construir que arruinaron a más de un promotor inmobiliario. Quien tuvo ojo entonces para prever la evolución del mercado se hizo de oro, o, cuando menos, logró a precio de saldo apartamentos o chalés cuyo precio se ha multiplicado por cuatro desde entonces. El paraíso todavía parecía capaz de sobrevivir.
Carretera costera
Pero la ilusión duró poco. Con el boom de finales de los noventa, el cemento se fue cubriendo de cal blanca, las grúas se pusieron de nuevo en movimiento, las construcciones ganaron terreno al campo y los hoteles volvieron a florecer. El resultado es que las infraestructuras no dan abasto, que la carretera costera parece la Gran Vía madrileña a la hora punta, que los precios de la hostelería se disparan sin relación razonable con la calidad del servicio, y, en definitiva, que cada vez resulta más difícil marcar la diferencia con destinos costeros más convencionales.
La furia constructora en Marina de la Torre, en torno a un campo de golf, con cuatro hoteles y miles de apartamentos, constituye, tal vez, el ejemplo más significativo de este desmadre que atrae al turismo masivo y espanta a los de siempre. Ni siquiera Puerto Rey, refugio de políticos poco deseosos de exponerse a la curiosidad pública, o la cercana (y durante mucho tiempo casi despoblada) zona de la playa naturista se han salvado de la quema, es decir, del exceso de construcciones.
La relativa inaccesibilidad fue durante muchos años un factor de protección. La estación de ferrocarril más cercana está a 100 kilómetros de Mojácar, y la ruta desde Madrid comprendía un amplio trecho de carretera convencional y aseguraba un viaje relativamente incómodo. A medida que la autovía fue avanzando, el paraíso se fue haciendo más cercano. Cuando esta obra pública se completó, gracias a los fondos de la Unión Europea, el paraíso dejó definitivamente de serlo. Los hippies que lo descubrieron se echarían las manos a la cabeza si lo viesen ahora. Pese a todo, escasean las deserciones, y los habituales de la zona intentan coexistir lo mejor que pueden con la nueva realidad. A la fuerza ahorcan, y, por otra parte, ¿adónde podrían huir?
GUÍA PRÁCTICA
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 18 de mayo de 2002