Los 10 bellos minutos realizados por Víctor Erice para Ten minutes older sostienen a las seis chapuzas de la misma duración, hechas por otros tantos renombrados directores, que convierten a este añadido de cortometrajes en un falso largometraje. Esto ocurrió fuera de concurso, mientras competían Punch-Drunk Love, una rara, original y desconcertante comedia loca de Paul Thomas Anderson. Y cerró el día el penoso thriller del francés Olivier Assayas, Demonlover, que recibió un contundente abucheo.
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Ten minutes older no es la primera película -ni será la última, pues ya está en marcha su prolongación- que hilvana, en un fácil cálculo de producción, a una serie de cortometrajes, hechos con libertad por varios directores de renombre falsamente conjuntados por un tan vago denominador común como es el tener que expresar un aspecto de la idea del tiempo.
La película es un añadido de siete cortometrajes de 10 minutos, hechos por el finlandés Aki Kaurismaki, los alemanes Werner Herzog y Wim Wenders, los estadounidenses Spike Lee y Jim Jarmusch, el chino Chen Kaige y el español Víctor Erice. Todos ellos, obviamente, pues son gente experimentada y que se sabe al dedillo las vueltas y revueltas de su oficio, ofrecen vivos destellos de esmero y de capacidad de síntesis, aunque esta última está dosificada con cuentagotas. Pero la mayoría resuelve sus 10 minutos de forma bastante chapucera y, lo más grave, con indicios de arrogancia, pues algunos de estos célebres directores parecen filmar con el gesto de petulancia de que basta que ellos sitúen una cámara y la ordenen filmar para que lo filmado por ella lleve su sello, sea arte suyo.
Y, ciertamente, suyo es, pero no arte. Kaurismaki no da brío a un simple, triste y soso chiste; Herzog sólo enuncia, no representa, el horror que busca en la tragedia de las últimas tribus amazónicas no contaminadas por el hombre blanco; Wenders hace una pobre exhibición de retórica visual y de falta de sentido de la medida para poner en movimiento un mecanismo de suspense; Spike Lee cuenta mal algo -el robo de Bush a Gore de la presidencia de su país- que todos saben bien; Jim Jarmusch quiere expresar un momento de vacío íntimo y lo vacía aún más; Chen Kaige se queda en el umbral de una pequeña joya cinematográfica y no entra en ella.
Y sólo Víctor Erice hace una verdadera construcción fílmica de sus 10 minutos y en ellos elabora un casi mudo poema visual alrededor del nacimiento de un niño en una aldea del norte de España, el 28 de junio de 1940, día en que el Ejército de la Alemania nazi atravesó la frontera de Francia hacia España. Hay un fondo de espejo autobiográfico en este boceto, que Erice hace fluir sobre una cadencia de seda, con esmero y delicadeza para crear una sucesión musical de las imágenes.
En serio
Y también sólo Erice se toma en serio el pretexto unificador del filme, jugar con algún aspecto del tiempo, e intenta lo más radical e imposible, atrapar su sustancia, lo que lastra al vuelo de su bello poema con el ala rota de un querer y no poder. Su pequeño filme es hermoso, pero peca de exceso de ambición y, aunque llega lejos y hondo, se queda un paso más atrás de donde quiere llevarnos, lo que crea cierta frialdad final en el espectador.
Punch-Drunk Love se puede decir, como reproche o como alabanza, que es incatalogable. Ya se dijo hace cinco años de Magnolia y la balanza se inclinó hacia el platillo favorable a Paul Thomas Anderson, que se mueve con aires de recién graduado en las aceras del cine independiente de su país y ya es un intocable, un cineasta indispensable para vislumbrar y abrir caminos en el cine estadounidense futuro. De ahí que ésta su comedia loca despertase ayer aquí desconciertos y entusiasmos, pues tiene dentro verdadera locura, a ratos de arrolladora audacia y con pinta de estar sólo comenzando a manifestarse. Algunos de los furiosos y sorprendentes gags que se desencadenan en Punch-Drunk Love son realmente veloces, poderosos y chocantes, y parecen extracciones muy estilizadas de instantes duros de la gran comedia muda del Hollywood de los años veinte. El personaje que compone Adam Sandler, en contrapunto con la maravillosa Emily Watson, es un prototipo que se acerca mucho a esas estilizaciones de personajes de la gran comedia primitiva.
Pero, en desastroso contraste con la magnífica locura de Anderson, tuvimos que padecer la tediosa locura de Demonlover, un rimbombante thriller posmoderno del francés Olivier Assayas, que va de estiloso y de innovador y se queda en amañador de una película mal medida, aparatosa, exagerada, confusa, estridente, efectista e invadida por todos los rebuscamientos habidos y por haber.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 20 de mayo de 2002