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UNA FÓRMULA NOVEDOSA

Fuertes emociones sin nuevas estrellas

4.000 millones de personas estarán atentas al primer Mundial asiático, organizado por dos países siempre recelosos uno de otro

Una larga historia de desafecto, guerras y resentimiento ha presidido las relaciones entre Corea del Sur y Japón, ahora unidos en virtud de una decisión que presenta todo tipo de flancos. La FIFA eligió en 1996 una fórmula novedosa para resolver un conflicto interno que afectaba a un asunto crucial. Japón y Corea buscaban por separado la designación como sedes del Mundial de fútbol, y las cosas se ponen muy serias cuando se trata de estos dos países. Los japoneses comenzaron la carrera con la garantía de su condición como segunda potencia económica del mundo, sin dudas sobre su designación como sede del torneo de 2002. Como consecuencia del intrigante sistema de poder en la FIFA, era evidente que le había llegado la hora a Asia. Y nadie apoyaba más la idea de Japón que João Havelange, el brasileño por entonces presidente del primer organismo del fútbol. Su aplastante poder se debía en buena medida al apoyo de las federaciones ajenas a Europa. Japón era el país perfecto como sede. No sólo le resultaba atractivo a Havelange, sino que tenía una venta sencilla: el fútbol alcanzaba nuevos mercados, como se había pretendido con Estados Unidos en 1994, y lo hacía a través de un coloso económico, de un país superpoblado y consumista que desea participar del control de ese fascinante juguete que es el fútbol.

España se mueve entre el prestigio de sus clubes y su descrédito como selección

España se mueve entre el prestigio de sus clubes y su descrédito como selección

Todo eso ocurrió antes de que Japón comenzara su particular ciclo de recesiones económicas y antes de que le surgiera el peor competidor posible: Corea del Sur. Durante siglos, Corea ha sufrido la onda expansiva de la política japonesa. En 1592 sufrió la primera de una serie de invasiones que alcanzó un punto crítico en 1910, cuando fue agregada por la fuerza a Japón. Durante 35 años, los coreanos vivieron bajo la bota enemiga en condiciones que todavía hoy generan un rencor indisimulado. Pero en el decenio de los noventa Corea ya no era el país paria que había padecido el apetito del imperio chino y el japonés. Al menos en el terreno económico, era un modelo emergente que comenzaba a florecer en el campo de la industria automovilística y las nuevas tecnologías, precisamente dos pilares básicos de la economía japonesa. El hombre encargado de negar a Japón la titularidad única del Mundial fue Chung Mong Joon, entre cuyas ocupaciones figuraban la vicepresidencia de la FIFA y la presidencia de Hyundai, el gigante coreano de la automoción.

A través de Chung, Corea del Sur tenía una ventaja sobre Japón, que no contaba con ningún miembro en el comité ejecutivo de la FIFA. De ahí que cada intento projaponés de Havelange se encontraba con la firme respuesta de su vicepresidente coreano y de las federaciones europeas, enemigas tradicionales del veterano presidente del máximo organismo del fútbol. En el momento de la elección, en 1996, se llegó a una situación impensable: Japón, que había comenzado la carrera en primer lugar, estaba a un paso de quedarse sin el Campeonato del Mundo. O pactaba con Corea o adiós. Hubo pacto, y de allí salió este Mundial bifronte, el primero que se celebra en estas condiciones, organizado por dos países separados por un mar cuyo solo nombre ya provoca el litigio. Para unos es el mar de Japón; para los coreanos, es el mar del Este.

Por encima del mensaje unitario que envía la FIFA - "el torneo servirá, de algún modo, para aplacar las viejas reticencias que separan a los dos países"- está una realidad menos integradora. Como siempre, este Campeonato es un escenario básicamente comercial. A un lado se sitúan Hyundai y Samsung, por ejemplo. Al otro, Fuji Xerox y Toshiba. Cada una de estas empresas mantiene estrechísimos lazos con la FIFA a través del patrocinio, y no hay duda de lo que representan y pretenden para cada uno de sus países respectivos. En definitiva, son la vanguardia de una lucha por el poder comercial y tecnológico en un área capital del planeta, con el Mundial como gigantesca plataforma publicitaria. La lucha se desarrolla en todos los frentes, incluidos los semánticos. Hace poco más de un año, llegó a este periódico una amable, y muy firme, queja de la Embajada surcoreana en Madrid porque el periódico acostumbraba a referirse al torneo como el Mundial de Japón y Corea del Sur cuando el orden es justamente el contrario.

Hay demasiadas razones para que las dos naciones se miren con recelo, a pesar de los intentos de establecer ámbitos de entendimiento. Pero no se puede decir que la política de acuerdos haya triunfado. Para empezar, no hay un comité organizador. Hay dos. El surcoreano y el japonés. Es el síntoma de algo muy parecido a la desconfianza entre las partes. Por eso no extraña la ausencia del emperador japonés, Naru Hito, en el partido inaugural, que se jugará en Séul el día 31. Algunos acontecimientos no ayudan en la idea de la colaboración. En Corea del Sur se han abierto viejas heridas con la edición de un reciente libro escolar en Japón con una mirada muy tolerante respecto al periodo de anexión, entre 1910 y 1945.

En este contexto, el fútbol parece una excusa para otras cuestiones de gran envergadura. Este viejo juego se ha convertido en un motor económico que alcanza su cima en los Mundiales. Las cifras son apabullantes: la FIFA -sometida a un turbulento proceso de denuncias por irregularidades financieras- ingresará 800 millones de dólares por los derechos televisivos, adquiridos por la cadena privada alemana Kirch, ahora en situación de quiebra; cerca de 4.000 millones de personas verán el campeonato; 3,2 millones de aficionados acudirán a los estadios y dejarán unos ingresos de 400 millones de dólares; cerca de 1.500 millones de dólares se obtendrán por los derechos de patrocinio y por la venta de mercaderías relacionadas con el Mundial. Todo ello, bajo el paraguas del impresionante presupuesto, 7.500 millones de dólares, que han desplegado Japón y Corea del Sur para un torneo que llega a dos países sin tradición futbolística. La primera Liga japonesa se disputó en 1965, pero no se profesionalizó hasta la creación de la denominada J. League en 1993. El campeonato profesional surcoreano comenzó en los años ochenta. Desde entonces, su selección ha participado en las ediciones de 1986, 1990, 1994 y 1998. Nunca ha pasado de la primera ronda. Nunca ha ganado un partido. Japón disputó su primer Mundial hace cuatro años, en Francia. Perdió todos los encuentros, pero colocó a algunos de sus jugadores en el mejor fútbol europeo. Nakata fichó por el Roma antes de pasar al Parma, Inamoto juega en el Arsenal. Y todo Japón se moviliza por ellos.

¿Y el fútbol? ¿Qué parte le toca? Se sabe que el Mundial se jugará a horas intempestivas para todos aquellos países en los que el fútbol es una religión. Es decir, en Europa y Suramérica. A pesar de las altísimas cifras abonadas por los derechos de televisión -en España, obtenidos por Vía Digital, que ha revendido algunos partidos a Antena 3 para emitirlos en abierto-, el horario de los encuentros choca con la actividad laboral y comercial en Europa. En Suramérica todo ocurrirá en plena noche. Será, por tanto, un Mundial muy peculiar, el más intempestivo para los espectadores de los países favoritos. Los aficionados de Brasil, Argentina o Italia pasarán un mes de insomnio o de regate al trabajo para disfrutar y sufrir con sus equipos, perennes aspirantes al título, ahora con la compañía de Francia, que acude a defender el título que conquistó hace cuatro años.

Será un Mundial sin nuevas estrellas, o al menos eso parece. A diferencia del de Francia 98, que significó la presentación en sociedad de Ronaldo, Owen, Beckham, Raúl, Verón, Del Piero, Kluivert y hasta de Zidane y Rivaldo, éste no ofrece demasiadas novedades. Apenas Totti y quizá Aimar, cuya titularidad está muy en el aire por la presencia de Verón. Por lo tanto, será un campeonato de confirmaciones o de decepciones, no de grandes descubrimientos, porque la mayoría de los favoritos acuden a él con equipos muy parecidos a los de hace cuatro años.

España, con una larga trayectoria de decepciones en la Copa del Mundo, llegará con el prestigio alcanzado por sus clubes y con el descrédito de la selección. Desde 1950, cuando fue semifinalista, nunca ha superado los cuartos de final, frontera que han rebasado países como la antigua Checoslovaquia, Portugal, Bulgaria, Suecia o Croacia, por citar a los europeos de evidente menor rango en las competiciones de clubes. Sin embargo, la falta de expectativas suele generar un efecto contrario en la selección española, tradicionalmente cómoda cuando ejerce de tapada. Si eso ocurre, lo descubriremos bien de mañana, a horas que se escapan al biorritmo de los aficionados, que tendrán que acostumbrarse a las fuertes emociones que les provocará el fútbol en dos naciones del Extremo Oriente. Así de raro se ha vuelto este juego.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 29 de mayo de 2002