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Crítica:ÓPERA | 'EL ORO DEL RIN'

Capítulo primero

El Teatro Real comenzó ayer la aventura de El anillo del Nibelungo por entregas, en una colaboración con la Ópera de Dresde. Se habla de coproducción y algo suena raro. En la publicidad de los dos títulos estrenados ya en Dresde, no se ha citado para nada al Real y en la presentación madrileña el director de escena no ha aparecido hasta el momento delegando en su asistente. Si como se ha publicado, este Oro del Rin ha costado escénicamente millón y medio de euros, creo, sinceramente, que merece un trato más condescendiente por parte de su pareja.

No sé si el Real dará, como Dresde en abril y mayo de 2003, un par de ciclos seguidos de todo El anillo. Sería, no sólo conveniente, sino casi imprescindible. El primer capítulo ayer da para la primera impresión, pero no para un análisis global. Quedan todavía muchos hilos que atar. Willy Decker es un director teatral que causó una doble impresión magnífica en Madrid y Barcelona con dos óperas de Britten: Peter Grines (aquí) y Billy Budd (en la Ciudad Condal). No sé si su Anillo despertará los mismos entusiasmos. Ayer, la reacción del público fue tan glacial que ni siquiera tuvo tiempo su asistente en la dirección escénica de salir a saludar, pues una buena parte salió de estampida a la calle en cuanto la obra terminó.

Sin embargo, su visión de El Oro del Rin es, como mínimo, ingeniosa, aunque de momento no tengo nada claro qué es lo que aporta a la ópera de Wagner, además de entretenidos juegos y malabarismos de asociaciones.

Decker y sus colaboradores sitúan unas cuantas filas de butacas en el escenario, a ritmo de olas del Rin, rodeando ocasionalmente un cuadrilátero que sirve de espacio teatral. La metáfora está, de entrada, clara: fundir a los espectadores con los protagonistas. Luego desdobla el papel de éstos en espectadores y actores que representan (sujeto y objeto, dice él).

Presencia del cine

La presencia de citas cinéfilas o de cabaret es abundante: los dos gigantes en su primera aparición recuerdan a Laurel y Hardy. Loge evoca a Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo, entrando y saliendo de la pantalla, alternando lo real con lo representado; Alberich es retratado como Frankenstein incorporado a Metrópolis, de Fritz Lang; y, en fin, unas cuantas más. La lectura es intelectual en estado puro y no tiene coletazos políticos pero, ay, la emoción no aparece. Bueno, sí aparece pero nada más que unos minutos: cuando canta Erda, maravillosa Hanna Schwarz, agarrada a una cortina negra. En sus miradas con Wotan -un más que aceptable Alan Titus- se apuntan también detalles sugerentes teatralmente.

En muchos momentos, la trivialidad, las limitaciones narrativas, son manifiestas. Los vientos de cómic no sustituyen a las pasiones del teatro. Los cantantes cumplen con entidad sus papeles, aunque no contagian ramalazos de sentimiento. Son más estereotipos que seres que sufren o viven cantando. Y así las relaciones quedan en función de los valores arquetípicos: la envidia, el poder, los pactos.

La orquesta, dirigida por Peter Schneider, sonó ordenada, correcta, efectiva, pero no solventó las carencias de la escena. La poesía de la biblia wagneriana no logró traspasar el umbral de comunicación deseable.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 29 de mayo de 2002