Asegura que tiene 14 años. Es probable que mienta, pero, si no es así, es que ha pasado mucha hambre. Ismail no llega al 1,50 de estatura. Asegura que nació en Fez y que su única casa ha sido la calle desde que tenía ocho años. Habla atropelladamente mientras cocina unos huevos al calor de una candela en los acantilados de Melilla la Vieja. Ismail promete muy poco solemnemente que está en un centro de acogida de menores dependiente de las autoridades de Melilla, pero no enseña ningún papel.
A su lado están otros seis jóvenes marroquíes que le meten prisa para que acabe la comida. Tan sólo uno de ellos asegura haber cumplido los 18 años. El único hogar para tres de estos chavales (el mayor de edad y otros dos) es un agujero bastante pestilente, una covacha excavada por el mar en el acantilado en donde han metido dos colchones y lo poco que tienen.
El pecho del mayor de edad, que dice llamarse Ahmed, está cruzado por escalofriantes cicatrices, acompañadas de dos profundos cortes en los hombros. Él asegura que la culpa fue del amor, de que se echó la novia que algunos no querían que tuviera y que por eso le marcaron el pecho. No permite que nadie las vea mucho tiempo. Se le escapa que la policía reconocería sus marcas.
Otro que ha tenido que ver con la policía y con los jueces es Abdelah Titou. Muestra unos papeles del centro de acogida y su cartilla de la Seguridad Social. En los papeles aparece como dato destacado su reclusión de seis meses entre el centro de reforma de Fuerte Camello (ya clausurado, aunque se estudia su reapertura) y el de Baluarte de San Pedro, a escasos cien metros de donde dice que duerme ahora, en el acantilado. Estuvo acusado de quemar una nave entera de un centro de acogida. Dice que le han expulsado del centro de acogida sin llegar a cumplir los 18 años y que ahora se gana la vida limpiando cristales de coches. En sus papeles dice que tiene 17 años. Este chico es el que asegura tener más ganas de llegar a España.
A sus anhelos de llegar a España se une otro chico regordete y alto que también vive en el acantilado. No habla castellano y asegura tener 17 años y ser originario de Sofru. También sueña con España y dice que casi la puede ver desde el acantilado sobre el Mediterráneo.
A los demás les preocupa más sobrevivir que otra cosa. Algunos tienen muestras en la piel de enfermedades olvidadas ya en los países desarrollados. Pústulas y ronchas blanquecinas desvelan las dermatitis que sufren algunos de estos chavales. Si consiguen un contrato de trabajo y papeles de residencia, pues mejor. Pero de momento, lo que no quieren es que les pase lo que le sucedió al que dicen que era su amigo y que se llamaba Mohamed Hamaka, que murió el domingo pasado cuando intentaba entrar en Melilla por debajo de una compuerta metálica en el arroyo del puesto fronterizo de Farhana. Estos chicos aseguran que el fallecido entraba y salía todos los días de Marruecos a España. Ellos mismos lo hacen a menudo. Bien pasan corriendo y sorteando policías en las horas punta de la frontera o por las cercanías del puerto u otros puntos que mantienen en secreto.
El hecho es que la población de menores extranjeros acogidos en Melilla se ha doblado en dos años, según la consejera de Bienestar Social, Isabel Quesada. Quesada admite que "unos pocos viven en unas cuevas", pero esgrime que las autoridades melillenses han conseguido que la gran mayoría de los menores que han pasado la frontera para buscarse la vida estén bajo tutela.
La consejera de la ciudad autónoma asegura que en los cinco centros y varios pisos de acogida hay actualmente 162 extranjeros (hace poco eran 180), 22 de ellos recluidos por presuntos delitos. Los extranjeros suponen el 62% de los menores acogidos en Melilla y se les destina un presupuesto de seis millones de euros (el 38% del total de la consejería), de los que el Estado paga tan sólo uno y medio.
Quesada asegura, sin embargo, que el problema no es el dinero. Melilla es una ciudad rica. En sus 12 kilómetros cuadrados viven alrededor de 70.000 personas y el presupuesto ronda los 180 millones de euros. Las autoridades melillenses quieren que el tema de los menores se empiece a plantear como una cuestión de inmigración y se aplique la Ley de Extranjería -"aquí no viene solo ningún niño de 10 años, casi tienen entre 16 y 17 años y buscan quedarse"-, se repatríe a estos chavales y se les entregue a los servicios sociales marroquíes. La frontera cambia algunas concepciones. "Yo no creo que haya que cambiar ninguna ley", sostiene la consejera del Gobierno de Melilla, independiente dentro de las listas del Partido Popular, "lo que hay que hacer es aplicar la Ley de Extranjería".
Quesada se queja de la actitud de Marruecos y asegura que de las 38 entregas de niños a sus familias que se hicieron en 2001, tan sólo una sirvió para algo. Los demás volvieron a Melilla.
Tres puntos
La consejera de Bienestar Social de la ciudad autónoma de Melilla, Isabel Quesada, resume en tres puntos cómo se ven las cosas desde la frontera:
En primer lugar, critica al Reino de Marruecos por no cuidar más de sus jóvenes y permitirles jugarse la vida entrando y saliendo de Melilla por sitios peligrosos. Pide así un mayor control en la parte fronteriza marroquí.
Después, le toca al turno de reproches a España, a cuyo Parlamento le exige un reglamento de régimen interno en los centros de menores. En Melilla se quejan de que muchos de los jóvenes acogidos, los que rondan los 17 años, son muy violentos y destrozan los bienes de los centros (100 sillas ignífugas han acabado en pedazos en el centro de reforma del Baluarte en tan sólo dos meses) o venden la ropa que se les da y desaprovechan (y hacen desaprovechar a otros) los cursos de oficios. Los guardas acaban siendo víctimas. A veces, según Quesada, porque no saben hasta qué punto la ley les permite defenderse y, sobre todo, con qué medios.
Por último, desde Melilla se pide que el fenómeno no se considere como una cuestión de menores, sino de inmigración, para lo que piden que se apliquen conceptos de la Ley de Extranjería a los acogidos de mayor edad y en especial a los delincuentes. Esto es, que en vez de tener que acogerlos hasta que se localice a la familia del menor, en los casos más complicados se adopte la medida de repatriarlos y entregarlos a los servicios públicos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 31 de mayo de 2002