La llamada Ley de Calidad de la Enseñanza, ideológicamente, huele a Trento y a España imperial. Socialmente, sabe a leche en polvo y a queso americano, ahora servidos sobre la consola del ordenador.
Y económicamente, resucita la imagen de colegio desarrapado de los años sesenta, que abría cualquier tendero con las pesetas ahorradas en los bajos de los edificios de viviendas de los barrios periféricos, para engordar la cartilla.
Esta ley pretende hacer olvidar el trabajo creativo y generoso de miles de maestros y profesores que se entienden a sí mismo como educadores; esta ley quiere enterrar sus proyectos de trabajo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 31 de mayo de 2002