Esto pretende ser un ligero toque en el hombro de aquellos políticos, aquellos Gobiernos europeos que nadan entusiasmados en su propia abundancia y quieren aumentar el cloro de su piscina para expulsar a los molestos bichitos que acuden a beber.
Lo que voy a decir no se me ha ocurrido a mí, ni mucho menos, y lo piensa muchísima gente; seguro que ustedes también. Cerrar las fronteras no es la solución. Atrincherar sus palacios sólo servirá para que los condenados por ustedes a la miseria se enfurezcan -con razón: ¿quién, muriéndose de hambre, se cruza de brazos?- y reaccionen, y pongan en peligro su amada vida de campos de golf, canapés de caviar y aire acondicionado. Ayuden a los países de los que la gente huye. Inviertan, colaboren, hagan algo. No vuelvan la espalda, cegados por la codicia, y recuerden que no hace muchos años España se moría de hambre y de ignorancia.
Sé que la palabra pobreza no les despierta ni compasión ni interés. Pero algún día les despertará temor. Antes de convertir al mundo en cuatro feudos mal avenidos y el resto tierras esclavas -aún más si cabe-, piénsenlo. Es preferible tener socios, o hermanos pequeños, a enemigos. Utilizo estas imágenes porque si menciono a las personas y su sufrimiento bostezarían y se darían la vuelta. A pesar de todo, lo diré, y creo que soy la número cien mil en recordarlo: los inmigrantes no quieren ni invadir, ni robar, ni nada parecido. La mayoría no quiso irse, y añora cada día el lugar donde creció. Prueben a ayudar a sus países a ser más habitables y quizás no causen a los burócratas ni a la policía tantos 'quebraderos de cabeza'.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 11 de junio de 2002