No puede cuestionarse que el PP -y aludo al valenciano- sabe montarse los autobombos. El último, dedicado a los siete años de gobierno autonómico y celebrado el sábado pasado en Valencia, siguió la pauta de los precedentes. Flors i violes por doquier, alarde de compromisos cumplidos y toda la gloria para el líder, siguiendo al pie de la letra el libreto de estos fastos. En ese clima de euforia compartida no cabe la autocrítica ni el examen de conciencia, prácticas que, por otra parte, ya no ejercita públicamente ninguna fuerza política. Si se registró alguna disonancia, como la tarascada de la alcaldesa Rita Barberá al consejero de Obras Públicas por su tibia contribución al ornato y desarrollo del cap i casal, hay que entenderla en clave electoral. La regidora y ya candidata por enésima vez rompe una laza por su vecindario y, sin acritud, muñe unos cuantos votos más a costa del colega gobernante que carga con el fardo de discriminar y repartir equitativamente sus recursos entre los adjudicatarios áulicos de obra civil. La mies es mucha, pero no tanta como la voracidad de los selectos beneficiados.
Como era de esperar, no se despejó la gran incógnita: ¿optará de nuevo Eduardo Zaplana a gobernar la Generalitat? En algún pliegue del almario partidista se alentaba la esperanza de que el presidente aventase esta duda, confirmando que todo seguirá igual y, Dios mediante, con él al frente. Pero no es llegada la hora de que nos revele el secreto mejor guardado. Será el próximo otoño, aunque para entonces es probable que haya decaído la expectación y nos importe un ardite este secretismo y especulación en torno a un dato fundamental -¿o no lo será?- de nuestro devenir político. Tanto marear la perdiz acaba por aburrir a las ovejas, por no hablar de la falta de respeto al pueblo soberano, convertido aparentemente en pieza de intercambio. El molt honorable anda tan seguro y sobrado que puede instalarnos impunemente en la precariedad. Quizá lo juzgue un laurel personal, cuando más bien se nos antoja una maniobra arribista.
Además de las aludidas autocomplacencias, el número estelar del programa era la zurra a la oposición, circunscrita ésta al partido socialista. A tal fin se echó mano del baúl de los recuerdos hemerográficos, reproduciendo las demasías verbales vertidas en momentos de brega política. Pudo ser eficaz para la feligresía concurrente, pero nadie lo reputaría de elegante, tanto más cuando con esta evocación de desahogos -que podía aplicársele al PP con resultados semejantes- se alanceaba a un contendiente postrado en una convalecencia crónica. Quiero decir que darle tanta estopa al PSPV ha podido producir resultados contrarios a los deseados al evidenciar la necesidad de que la oposición se tonifique y la relación de fuerzas se equilibre.
Más allá de la exhibición narcisista no creo que puedan decantarse otras conclusiones. Se han conmemorado siete años de gobierno con luces, faroles y, en suma, un balance exultante a ojos de sus agonistas. Pero tampoco puede soslayarse la belicosidad electoral que tácitamente queda apuntada en este avance de campaña que ha sido la convención popular. Imaginamos que este era el mensaje subyacente y de él habrán tomado nota sus antagonistas, que asimismo velan o habrán de velar armas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 13 de junio de 2002