Selecciona Edición
Selecciona Edición
Tamaño letra
Editorial:

Presidente Karzai

Estados Unidos ha impuesto su criterio y Hamid Karzai ha sido designado presidente de Afganistán hasta la convocatoria de elecciones generales antes de dos años. Tan predecible era el resultado de la Loya Jirga, primer escalón de la transición afgana pergeñada en Bonn, que el jefe de Gobierno interino y criatura política de Washington, único candidato relevante, protagonizó ya el martes el imperdonable patinazo de proclamarse jefe del Estado, pese a que los más de 1.500 delegados reunidos bajo una inmensa carpa ni siquiera habían tenido la oportunidad de votar. Le bastó para coronarse anticipadamente la doble renuncia del ex rey Zahir y la de su mayor rival, el ex presidente Rabani. El monarca, llegado en abril del exilio, se limitará a ser el padre espiritual de su pueblo.

Las decisiones de la Asamblea afgana habían sido tomadas antes. El gran consejo tribal auspiciado por la ONU ha sido más un coro de asentimiento que el foro de debate que se suponía, con la excepción de algunos disidentes vinculados al viejo rey, que han considerado intolerable la presión estadounidense para arrinconarle. Nadie realista podía esperar un ejercicio de democracia, por otra parte imposible, de la Asamblea, primera representativa en más de un cuarto de siglo. Basta con el paso dado hacia la vertebración del régimen nacido de la guerra de EE UU contra Osama Bin Laden. Tampoco nadie hace un año aventuraba su celebración, tras el desplome talibán y más de dos décadas de guerra.

La tarea que espera al pastún Karzai hasta las elecciones es poco envidiable. Su primera misión es forjar un acuerdo viable sobre la composición étnica del nuevo Gobierno, que debería intentar equilibrar a grupos y regiones rivales. Todo sugiere, sin embargo, que va a repetirse el esquema de la Administración dibujado hace medio año en Bonn, con predominio de los cabecillas norteños, que desempeñaron un papel clave como aliados militares de EE UU contra los talibanes.

Reto similar es el de garantizar la seguridad y el orden en un país disperso y sin un poder central consolidado. Los caudillos tribales, armados hasta los dientes y con frecuencia enemigos, tienen todavía el control de Afganistán, donde sólo Kabul y sus alrededores están protegidos por una fuerza internacional. Poner en pie un ejército y policía nacionales llevará años. Sobre ambas faenas planea la de reconstruir uno de los lugares más castigados de la Tierra. Afganistán es un despojo de guerra. Si la comunidad internacional quiere cumplir sus reiteradas promesas, necesitará enterrar muchos millones de dólares -los casi 2.000 aportados han sido consumidos en misiones humanitarias impostergables- para hacer un país habitable al que puedan regresar los millones de personas que lo abandonaron.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 14 de junio de 2002