Me venía sucediendo desde hace tiempo, creo que una legislatura y media aproximadamente. Se trataba de una desorientación inducida por el pensamiento único, que proclama el fin de las ideologías y la desaparición de los conceptos de derecha e izquierda. Leyendo los artículos de opinión, siguiendo las tertulias, incluso charlando con mis amigos del PP, siempre me asaltaba la misma pregunta: si España va tan bien como dicen ellos, ¿qué impide que un tipo tan normal como yo se sume a la corriente centrista que triunfa?
Pero creo que por fin tengo la respuesta. Han bastado unos cuantos 'deslices' del Gobierno para comprender que he sido víctima de una campaña de marketing: pensaban que insistiendo machaconamente en la idea del centro político podrían hacerme olvidar que las diferencias ideológicas todavía existen. Ahora lo entiendo. Por eso me producía tanto resquemor el ver a mi presidente postularse como el primer adalid de la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo, una actitud servil perfectamente escenificada por el ministro Piqué al pie del Air Force One. Por eso algo se rebelaba dentro de mí cada vez que el señor Rajoy pretendía convertir en sinónimos los términos 'inmigración' y 'delincuencia'. Por eso me inquietaba tanto la caída del gasto público a los pies del objetivo del déficit cero. Por eso me rechinaban los dientes al saber que la religión (la católica, por supuesto) volverá a ganar peso en los planes de enseñanza, o al leer que Ana Botella sólo considera una familia a la formada por un matrimonio y sus hijos. Por eso pienso ir a la huelga el próximo 20 de junio, para protestar contra el recorte de los derechos de los trabajadores en paro. Porque, en definitiva, al partido que nos gobierna se le ha caído su barniz de moderación. Aunque reconozco que hay algo que debo agradecerle: me han devuelto el compromiso de ser de izquierdas, y no un centrista más.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 14 de junio de 2002