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Tribuna:

¿Guerra antiterrorista o guerra terrorista?

Ahora que el número de civiles inocentes muertos colateralmente por los bombardeos estadounidenses en Afganistán es igual al número de muertos en el ataque a las Torres Gemelas podremos empezar a situar los acontecimientos en una perspectiva más amplia, aunque no menos trágica. Y, quizás, también podremos introducir una nueva pregunta: ¿Qué es peor, qué es más reprobable, matar deliberadamente o matar a ciegas de una forma sistemática? Digo de una forma sistemática porque esta misma lógica estratégica fue la utilizada por el Ejército estadounidense en la guerra del Golfo. No sé la respuesta. Tal vez, entre las bombas racimo lanzadas por los B-52 o en medio del humo sofocante de Church Street, al sur de Manhattan, los juicios éticos comparativos estén fuera de lugar.

Viendo las noticias en la televisión el 11 de septiembre pasado, recordé al instante el 6 de agosto de 1945. Aquí en Europa nos enteramos del bombardeo de Hiroshima por la noche de aquel mismo día.

Las similitudes entre los dos ataques surgen inmediatamente: en ambos casos, una bola de fuego desciende del cielo sin previo aviso en un día despejado; las dos ofensivas fueron planeadas para que coincidieran con la hora de entrada al trabajo de la población civil, con la hora en la que se abren las tiendas y los niños se disponen a empezar las clases del día. Similares también son la reducción a cenizas y los cuerpos arrojados al aire y convertidos en escombros. La incredulidad y el caos provocados por una nueva arma de destrucción -la bomba atómica hace sesenta años y un avión civil el otoño pasado- son también comparables. Y en el epicentro de los dos ataques, polvo; sobre todas las cosas, sobre todos los cuerpos, un espeso manto de polvo.

Las diferencias de contexto y de escala son, por supuesto, enormes. En Manhattan el polvo no era radioactivo. En 1945, hacía tres años que Estados Unidos mantenía una guerra a gran escala con Japón. Sin embargo, los dos ataques fueron planeados con el fin de anunciar algo al mundo. Mirando cualquiera de los dos, uno sabe que el mundo no volverá a ser el mismo: los riesgos que en todas partes se heredan junto con la vida habían pasado a ser otros en la mañana de un nuevo día despejado.

Las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki anunciaban que Estados Unidos sería en adelante la mayor potencia armada del mundo. El ataque del 11 de septiembre anunciaba que esa potencia ya no era garantía de invulnerabilidad en su propia casa. Los dos acontecimientos marcan el principio del fin de un periodo histórico.

Las opiniones y los análisis más incisivos y angustiados que he leído o escuchado durante los últimos seis meses en relación a la respuesta del presidente Bush a los acontecimientos del 11 de septiembre -su llamada "guerra contra el terrorismo", que primero sería bautizada con el nombre de Justicia Infinita y más tarde con el de Libertad Duradera- provenían de ciudadanos estadounidenses. La acusación de antiamericanismo para todos los que nos oponemos inflexiblemente a quienes toman hoy las decisiones en Washington es tan miope como las propias decisiones. Son muchos los ciudadanos estadounidenses "antiamericanos", y queremos mostrar nuestra solidaridad con ellos.

Hay también muchos ciudadanos estadounidenses que respaldan estas decisiones. Entre ellos, los sesenta intelectuales que firmaron recientemente una declaración en la que se proponían definir qué es una guerra "justa" en general y por qué la Operación Libertad Duradera y la guerra en curso contra el terrorismo, en particular, están justificadas.

Según ellos, una guerra es moralmente justa cuando su objetivo es defender del mal a los inocentes. Citan a san Agustín. Además, añaden, una guerra justa ha de respetar en lo posible la inmunidad de los no combatientes.

Leído de una forma inocente (aunque está claro que no fue escrito ni espontánea ni inocentemente), el texto sugiere una apacible reunión de eruditos, de comedidos expertos, con una gran biblioteca a su disposición (y, quizá, entre sesión y sesión, también una piscina), que cuentan con el tiempo y el sosiego necesarios para reflexionar, para comentar sus dudas y finalmente para llegar a un acuerdo y ofrecer su juicio común. Sugiere que esta reunión se celebró en el espacioso recinto de uno de esos míticos hoteles de seis estrellas, a los que sólo se puede acceder en helicóptero, rodeados de altas vallas y con guardias y controles de seguridad. Sin contacto alguno entre ellos y las poblaciones locales. Sin posibilidad de encuentro. Así, en su declaración ni se admite ni se conoce lo que sucedió realmente en la historia y lo que está sucediendo hoy allende los muros del hotel. Una ética de lujo para turistas sin contacto con el medio.

Volvamos al verano de 1945. Los bombardeos con napalm habían dejado arrasadas 66 de las ciudades japonesas más importantes. Según las palabras del teniente general Curtis Lemay, que estuvo al frente de las operaciones, esas ciudades habían sido "despellejadas y hervidas vivas". El hijo y confidente del presidente Franklin Roosevelt afirmaba que los bombardeos debían continuar hasta que "no hayamos eliminado más o menos a la mitad de la población civil japonesa". El 18 de julio, el emperador japonés telegrafió al presidente Truman, que había sucedido a Roosevelt, pidiendo una vez más que se firmara la paz. La Casa Blanca ignoró el mensaje.

Unos días antes del bombardeo de Hiroshima, el vicealmirante Radford comentaba no sin jactancia que Japón terminaría siendo "un país sin ciudades, un pueblo nómada".

La bomba, que explotó sobre un hospital en el centro de la ciudad, causó la muerte instantánea de 100.000 personas, el 95% de las cuales eran civiles. Otras 100.000 murieron más lentamente como consecuencia de las quemaduras y de los efectos de la radiación.

"Hace dieciséis horas", anunció el presidente Truman, "un avión de guerra estadounidense lanzó una bomba sobre Hiroshima, una importante base militar japonesa". Un mes después, el intrépido periodista australiano Wilfred Burchett describía, en la primera crónica que lograría eludir la censura, el sufrimiento apocalíptico que se había encontrado al visitar un hospital improvisado en la ciudad.

El general Groves, director militar de Manhattan Project, la empresa que proyectó y fabricó la bomba, se apresuraría a tranquilizar al Congreso afirmando que la radiación no causaba 'un sufrimiento excesivo' y que 'en realidad dicen que provoca una muerte muy dulce'.

En un informe sobre los bombardeos estratégicos realizado por el Ejército estadounidense en 1946 se llegaba a la conclusión de que 'Japón se habría rendido igual, aunque no se hubieran lanzado las bombas...'.

En una descripción de los acontecimientos tan breve como la que acabo de hacer es imposible no simplificar. El Manhattan Project se inició en 1942, cuando Hitler estaba en el poder y existía el peligro de que los científicos de la Alemania nazi consiguieran fabricar armas atómicas antes. La decisión de Estados Unidos de lanzar las dos bombas atómicas cuando ya no existía ese peligro se ha de considerar a la luz, o más bien entre las sombras, de las atrocidades cometidas por las fuerzas armadas japonesas en todo el sureste asiático y del ataque sorpresa a Pearl Harbour en diciembre de 1941. Tampoco se debe olvidar que hubo altos cargos militares y algunos de los científicos que trabajaban en el Manhattan Project que hicieron todo lo posible por retrasar o resistirse a la fatídica decisión de Truman.

Y sin embargo, cuando todo estuvo dicho y hecho, la rendición incondicional de Japón el 14 de agosto no podía celebrarse, y ciertamente no fue celebrada, como un victoria, la victoria largo tiempo anhelada. La angustia habitaba el centro de esa victoria, y una obcecación que cegaba.

He contado esta historia para mostrar qué lejos estaban incluso de la realidad de su propia historia los 60 intelectuales estadounidenses reunidos en su mítico hotel de seis estrellas. Y también para recordar que el periodo de supremacía militar estadounidense iniciado en 1945 empezó, para todos aquellos que no estaban en su órbita, con una cegadora demostración de crueldad. Cuando el presidente Bush se pregunta '¿por qué nos odian?' debería reflexionar sobre esto. Pero, claro, él es uno de los dueños y directores del hotel de seis estrellas y nunca sale de allí.

John Berger es escritor británico. Traducción de Pilar Vázquez.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 14 de junio de 2002