Diecinueve de julio de 1195. Avanzan las tropas de Al Mansur en sus corceles pequeños y fibrosos desafiando el calor lapidario de la mañana. Almohades, andalusíes e hintatas forman un cuerpo tan ligero como heterogéneo. Las tropas castellanas llevan dos días esperando el asedio tras las murallas de la ciudad de Alarcos, hasta que Alfonso VIII se impacienta y se lanza en una ofensiva precipitada contra los moros, que le deja exhausto: las armaduras de las caballerías cristianas pesan excesivamente y sus monturas son torpes. La guardia negra de Abu Yahya arremete por la retaguardia, haciéndoles poner pies en polvorosa para rendirse poco después. El campo de batalla queda sembrado de cuerpos inertes y sangre fresca.
Cuando se siguen las explicaciones entusiastas de Antonio de Juan, director del yacimiento de Alarcos, se puede imaginar el olor a cadaverina que debió de reinar en el ambiente, hasta que los almohades se decidieron a enterrar a los muertos cristianos en una fosa. Puntas de lanza, esqueletos humanos, aves carroñeras, y hasta una acémila con su cantimplora de barro intacta, aparecieron tras las excavaciones y están hoy expuestos en el Museo Provincial de Ciudad Real.
El yacimiento se eleva sobre un cerro en un paisaje de suaves colinas verdes y campos cerealísticos. Tras ellas se ocultan los cráteres y las lagunas del Campo de Calatrava. Antes que enclave hispano-musulmán, fue un extenso asentamiento ibérico, en el que se halló un importante conjunto de exvotos de bronce. La ciudad islámica tenía una extensión de 33 hectáreas, y estaba rodeada de una imponente muralla de tres metros de espesor conservada hasta hoy en gran parte. Sobre un muro ataluzado (con forma de talud) se elevan los restos del castillo, presidido por una gran torre pentagonal que avanza sobre una masa rocosa a modo de un rompehielos. Desde el este, el conjunto de torres, foso, lienzos de muralla y rocas ofrece una estética escultórica y potente. Y en el extremo norte se alza la ermita gótica de la Virgen de Alarcos, rodeada de jardines apacibles, manchas de agua y rebaños de ovejas.
A unos ocho kilómetros se alcanza Calatrava la Vieja -Qalat Rabah-, todo un hito de la ingeniería hidráulica, fundada por los omeyas en el siglo VIII. 'La cabeza de Al-Andalus era Toledo, y su pico, Calatrava, y sus garras, Granada, y sus alas, la derecha el poniente y la izquierda el levante'. Esta poética descripción hizo de ella siglos más tarde el emir almorávide Yusuf ben Tashfin. Fue tomada por Alfonso VII en 1147 y concedida a la Orden del Císter, hasta que la ciudad pasó nuevamente a manos musulmanas tras la victoria de Alarcos. Hoy, Calatrava la Vieja, ubicada en Carrión, aparece en plena llanura manchega como si fuera 'un caravasar sirio', según el director del yacimiento, Manuel Retuerce. Rodeada de murallas parcialmente excavadas, la ciudad se asentó sobre una isla artificial que los andalusíes levantaron en mitad del Guadiana, para dotarla de un foso con agua, único en su género.
Hasta la fecha se ha logrado recuperar el recinto del alcázar. Entre lo que queda de sus estancias se encuentra una gran sala de recepción en la que, según explica Retuerce, el visir recibía a los súbditos inmerso en un pilón, con el fin de aplacar los calores estivales y de impresionar al pueblo en un claro ejercicio del poder mediante el uso del agua. Se conservan también varias de las torres de la muralla, dos de ellas de planta pentagonal en proa, cuyo modelo serviría de referencia para algunas fortificaciones españolas y portuguesas posteriores. Y para resaltar aún más su poderío, la ciudadela estaba dotada de cuatro mecanismos hidráulicos, que partían como brazos fortificados de la muralla y servían, por medio de una serie de norias de corriente, para abastecer de agua a la población.
Calatrava la Nueva
A unos 30 kilómetros de Ciudad Real, en dirección a Puertollano, se encuentra el castillo-convento de Calatrava la Nueva, fundado en el siglo XIII, ya en época cristiana, por la Orden de Calatrava. Aparece de pronto la silueta roqueña de Calatrava la Nueva dominando un valle de pastos feraces rodeados de montañas. Para llegar hasta los restos de la antigua ciudadela hay que serpentear cerro arriba entre encinas, acebuches y sabinas. Entonces asalta la masa pétrea del castillo, que emerge de un potente roquedal, desde el que sólo se escucha el rumor lejano de las esquilas, el graznido de los grajos y la brisa. Muchos han comparado el lugar con el descrito por Umberto Eco en El nombre de la rosa. Entre calles y cimientos excavados se levanta una iglesia de piedra volcánica en sorprendentes tonos granate. La portada principal está presidida por un rosetón gótico, y el interior es un impresionante y austero conjunto (restaurado por el arquitecto Fisac, que dejó la mampostería de piedra a la vista), coronado de unas perfectas bóvedas de ladrillo, probablemente obra de alarifes mudéjares. Permanecen también los restos del convento, desde cuyas celdas la vista se explaya, una vez más, en la profundidad del paisaje y la transparencia de la luz manchega cuando declina.
GUÍA PRÁCTICA
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 15 de junio de 2002