Entre las montañas oscenses, donde la cordillera pirenaica alcanza sus mayores altitudes, se cuentan 16 masas heladas que, aunque en claro peligro de extinción por su imparable retroceso, todavía mantienen un dinamismo constante. El recalentamiento de la atmósfera y el denominado cambio climático están afectando de forma definitiva a estos últimos recodos helados del Pirineo español. Los estudios realizados en los años noventa han estimado su actual extensión en menos de 440 hectáreas. Sin duda, el glaciarismo español terminará por desaparecer en pocas décadas, para dejar tras de sí su manifestación más bella, los denominados ibones.
Entre los valles del río Gállego, por el Oeste, y el Noguera Ribagorzana, por el Este, se extienden a lo largo de 90 kilómetros, y siempre por encima de los 3.000 metros de altura, los ocho clanes montañosos que albergan estos últimos circos helados. Colgados entre abruptos paredones rocosos, al amparo de las umbrías más pertinaces, sobreviven en el interior de parques nacionales, naturales y reservas, y con la declaración individual de monumentos naturales: Balaitús, Infierno, Vignemale, Monte Perdido, La Munia, Posets, Perdiguero y La Maladeta.
Los aguazales de las cumbres
Los lagos de las cumbres son el punto de encuentro de la más variada vida animal y vegetal. La aportación constante de sedimentos procedentes de los neveros convierte estos enclaves en fértiles turberas donde la flora es capaz de prosperar. Aunque las aguas permanecen debajo de una capa helada, en muchos de ellos hasta ocho meses al año, su temperatura consigue mantener latentes las funciones biológicas, por lo que los animales y plantas microscópicas (zooplancton) mantienen su actividad. Los musgos, juncos y cárices dispuestos en su litoral y los característicos Sparganium angustifolium de hojas acintadas que flotan en su interior son capaces de reducir la floración y maduración a los meses estivales. Las pocas especies de diminutos invertebrados acuáticos que consiguen sobrevivir en estas duras condiciones ambientales forman la dieta alimentaria del más peculiar de los anfibios endémicos de los Pirineos, el tritón pirenaico.
El pino negro, un árbol de prodigiosa resistencia, luce su desgarbado porte sobre los riscos y cancharreras más inaccesibles. Las atormentadas figuras de esta conífera salpican las cercanías de los ibones, con sus troncos doblegados por el peso de la nieve y las ramas como banderas ondeando en la dirección del viento. Cualquier grieta o fisura en el suelo rocoso es suficiente para hacer penetrar sus raíces. Pero, a pesar de su dureza y aguante, el paisaje cimero de los Pirineos se motea de tétricos esqueletos en pie de árboles muertos. La pobreza de los suelos y la altísima erosión que sufren por la acción del hielo y el viento ocasiona la continua pérdida de los ejemplares más expuestos. Aun así, las plateadas imágenes de sus troncos secos acrecienta la sensible elegancia de las panorámicas de la alta montaña.
Varias rutas
Las faldas del macizo central pirenaico se encuentran recorridas, desde Jaca hasta Pont de Suert, por la carretera N-260. Esta retorcida vía de comunicación da acceso a todos los valles que parten del cordel montañoso y a los puntos de salida para visitar los glaciares e ibones. El parque natural que protege los macizos de Posets, Aneto, Maladeta y Perdiguero cuenta con itinerarios de fácil acceso que llevan a conocer los últimos glaciares de los Pirineos y un rosario de ibones. A través de los valles fluviales del Cinqueta, Estós, Vallivierna y Salenque se abren los recorridos señalizados que suben hacia los parajes más bellos de la cordillera. De igual manera, desde los baños de Panticosa, en la cabecera del río Gállego, parten los senderos que acercan los pasos hasta los glaciares e ibones de los macizos de Balaitús y del Infierno. Por último queda el glaciar del Monte Perdido, en el interior del parque nacional de Ordesa, seguramente el que más visitas recibe.
GUÍA PRÁCTICA
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 15 de junio de 2002