El 9 de septiembre de 1989, un toro de Miura dejó parapléjico a Christian Montcouquiol, Nimeño II, en la plaza de Arles. Fue el prematuro final de una carrera brillante y apasionada, y el prólogo a una muerte terrible: Nimeño no se recuperó lo suficiente como para volver a torear, pero pudo quitarse la vida dos años después en su casa de Nimes.
Su hermano mayor, Alain, que fue novillero y le inyectó el veneno de los toros, volcó en el libro Cúbrelo de luces (Zoela) la crónica de los años que pasaron juntos. El libro, que se ha presentado estos días en Madrid, es el sorprendente alegato por la vida, la amistad y la pasión taurina (alejado de todo tópico folclórico) de un hombre, escritor y ex novillero, que no alcanza a superar su dolor y su soledad y recurre a la memoria para acercarse a la fugaz figura de su hermano menor (Alain nació en Ambert en 1945; Christian en Alemania, en 1954), un tipo de una pieza, que toreó y vivió con el único pretexto de vencer a la muerte con el arte.
Adoraba la guitarra, desconocía el miedo, sólo llegaba al 'éxtasis' toreando bien
Nimeño I soñó con ser torero en los años sesenta. Se escapaba de casa para torear a la luna, finalmente se vino a España y se sometió al habitual, y cruel, vía crucis de entonces: pensiones, mucha hambre y, de vez en cuando, una capea de pueblo. Llegó a novillero, pero en el momento decisivo le faltó el valor. Prefirió retirarse y cumplir su vocación acompañando a su hermano.
Eso se cuenta en la primera parte del libro. A partir de ahí, el protagonismo es de Nimeño II. El pequeño y delgadísimo Christian había sacado el valor y la fuerza de un gigante. A los 15 años mató su primer novillo; a los 22 se presentó en las Arenas de Nimes con Luis Francisco Esplá: cortó dos orejas.
En 1976, dos orejas y rabo en San Fermín. Su debú en Las Ventas, que tuvo lugar en la Feria de San Isidro de 1977, acabó en salida triunfal por la puerta grande...
Hasta aquel fatídico 10 de septiembre de 1989, Nimeño maravilló a la afición de España, Francia y América, casi siempre encuadrado en los carteles de los toreros-banderilleros, con Víctor Puerto y Morenito de Maracay, y con ganaderías tan duras como Victorino Martín o Miura. Fue una apoteosis continua, sólo truncada por las cogidas, varias de ellas muy graves. Pero las gestas cuentan menos que el sentimiento torero y el extraño mundo de un triunfador que nunca presumía de serlo. O quizá no tan extraño: la emoción y la lucidez del testimonio de Alain dejan claro que Christian fue simplemente un artista: adoraba la guitarra, sufría por no estar a la altura, desconocía el miedo, sólo llegaba al éxtasis toreando bien.
Como escribió François Martin en mayo de 1997, cuando el libro se editó en Francia, 'de la primera a la última línea, el relato es un intento de decir la muerte para reducirla al silencio'. Otra forma de verlo es la que da el título: lo que hace Alain al narrar los 37 años de vida de su hermano en 150 páginas es guardar su memoria, cubrirlo de luces. Hacia el final, escribe: 'Ya no me soporto escribiendo, escribiéndote estos retazos del tiempo de tu vida cuando nunca más volveré a verte. Todo me resulta irrisorio. Las corridas, los viajes, el pasado. Todos esos recuerdos que debería escribir valen menos que el trocito de uña que a veces te partías con las cuerdas de la guitarra'.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 17 de junio de 2002