Salen los novillos de Gabriel Rojas al ruedo de La Maestranza muy justo de presencia, nobilísimos, con pocas fuerzas -el quinto fue devuelto por inválido- y el punto de casta suficiente para lo que se supone que sueñan los toreros. Es decir, novillos bonancibles que van y vienen, sin fiereza ni aspereza, con las orejas colgando para novilleros ilusionados.
Pero lo preocupante es que triunfan los novillos y los novilleros pasan sin pena ni gloria. Chavales con toda la vida por delante, sin nada que perder y todo un mundo de éxito que ganar. Pues ni por esas. No está claro si no tienen condiciones o es que están mal aconsejados. Lo cierto es que se lo creen porque brindan con altanería, pero no dicen nada, dan pases y más pases en un mar de vulgaridad, no cargan la suerte, abusan del pico y alargan la faena.
Manuel Carbonell (ovación y silencio tras aviso) derrochó voluntad, se dejó enganchar la muleta, consiguió algún natural estimable y no se recuerda nada más. Martín Quintana (oreja y ovación) mató bien a su primero tras una anodina faena y no mejoró en el otro en una porfía muy ventajista. Cerró la terna Reyes Ramón (ovación y palmas), demostró elegancia en el toreo por bajo a su primero, aunque pronto se tornó moderno.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 17 de junio de 2002