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HUELGA GENERAL CONTRA EL 'DECRETAZO'

Del chiringuito sindical a la cafetería Escocia

El 20-J amaneció en Valencia con una barbacoa en las cocheras de la EMT, con embutido variado y un brillo de testosterona sindical en los hangares. Antes, para hacer boca, se habían levantado varias empalizadas en los accesos de Mercavalencia y una barricada de neumáticos flambeados sobre el puente de Xirivella, incluso se había cortado en lonchas alguna catenaria. Para aguantar el tipo frente al decretazo eran necesarias muchas calorías. Quizá por eso a las 10 de la mañana, los sindicalistas aparcaron la camioneta del avituallamiento en la proa del Banco de Valencia, izaron la botella de Terry como si se tratara de una pancarta de clase frente al despliegue policial, montaron el cámping gas y empezaron a freír y a repartir botes de refrescos.

En ese momento en que el chiringuito sindical entraba en ebullición, el centro de la ciudad, sin ejecutivos con traje de 2.000 euros, tenía aspecto de día festivo. Aparte del hornillo de butano, el punto más caliente estaba en El Corte Inglés de Pintor Sorolla, donde estallaban petardos y consignas muy incandescentes. Había un nutrido piquete itinerante pertrechado con banderas, bambas y bermudas, y tres furgones policiales en la cola como si se tratase de coches escoba para recoger a los que derrapasen y se saliesen de la pista. Los comercios estaban cerrados con los escaparates llenos de pegatinas, y los menos tenían las persianas a media asta, a la espera de que escampase la tormenta y el vaho de chorizo frito.

A las 11 en la puerta de la cafetería Escocia, frente al Palacio de la Generalitat, había apostados varios tipos muy tiesos con los ojos inquietos y aspecto de trabajar en una funeraria. Para saber su verdadero oficio sólo había que entrar y mirar hacia la barra, donde Eduardo Zaplana, Alicia de Miguel y Francisco Camps, que ya habían comulgado en ayunas con la negación absoluta de Pío Cabanillas, tomaban café e infusiones para terminar de aprenderse el argumentario oficial. Mientras tanto, en su vertical los miembros de la atracción temática del Tribunal de las Aguas, tras haber almorzado como labradores sobrados, afrontaban la sobremesa con jovialidad, una cubitera dorada y una niebla de Montecristo del número cuatro. Hasta allí el rumor de la huelga llegaba como un folclore democrático enojoso ante el que había que resignarse y tener paciencia.

Sobre la barra de la cafetería, con el asesor de calcetines y corbatas Gregorio Fideo por toda bibliografía, se estaba ajustando el tono del discurso sobre la incidencia de la huelga, que unas horas después pregonaría con gran precisión de datos la consejera portavoz envuelta en lino blanco: 'baja', 'muy baja', 'apenas'. Sin embargo, el olor de embutido frito aún permanece en el centro de la ciudad como una evidencia incontrovertible de que ayer en la Comunidad Valenciana ocurrió algo extraordinario. Y si no, ahí está todavía el hedor de los contenedores de basura de Alicante y Elche para confirmarlo. O la asombrosa movilización de tropa en Castellón.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 21 de junio de 2002