Antes de la huelga pensaba que no se podía hablar de seguimiento de la huelga, porque si el Gobierno paga a unos berracos para que vayan por ahí aporreando al personal, sabiendo que nadie les va a hacer frente, la propia huelga se desvirtúa y no se puede saber quién la hace y quién no la hace.
Pero cuando empecé a ver las imágenes en televisión se me llenó el alma de ternura. Recordé que cuando murió Franco me hice medio socialista. Los socialistas decían cosas nuevas, me parecieron interesantes y adopté aquellas ideas. Casualmente, por aquella época tuve mi primer hijo y vi que a los niños les gustan los coches y a las niñas las muñecas desde que nacen. Después me di cuenta de que los socialistas están siempre gimoteando y cuando al fin te hacen llorar te roban la cartera. También me di cuenta de que J. J. Rousseau, el que inventó eso de que todos somos iguales, debía tener un buen reloj, porque era suizo, pero de vista andaba regular. Sin darme cuenta, fui cambiando de ideas. Por eso, al ver las imágenes en la televisión, cuando me esperaba expeditivos piquetes de diez o doce mocetones mal encarados, me encontré que estaban allí, a cientos, todos los de mi quinta. Y todavía tenían la carita de gilipoyitas concienciados y bondadosos que solíamos poner en aquella época, como democrático remate a nuestros pantalones de campana. Así que cambié otra vez de idea: antes de la huelga pensaba que el Gobierno no tenía por qué pagar a los sindicatos. Ahora creo que debe seguir haciéndolo. Son una reliquia viviente de un pasado que ya no volverá.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 26 de junio de 2002