Nací hace 66 años en el cortijo de Las Mimbres, el más alto de Trevélez, a 2.200 metros Desde pequeño viví la realidad de la cabra montés.
Recuerdo cuando mi padre la cazaba en aquellos duros años para abastecer de carne a la familia, sin importar lo más mínimo el trofeo. Por entonces la sierra no tenía ningún tipo de protección legal y era tan sólo un duro lugar donde buscarse la vida.
En 1972, por avatares del destino, tuve la oportunidad de ingresar, en la recién creada Reserva Nacional de Caza de Sierra Nevada, donde un equipo de ocho celadores, al mando de un guarda mayor, logra que la escasa población de cabra montés llegara a su máximo apogeo.
En los últimos años de mi vida profesional, Sierra Nevada es declarada Parque Natural, pero a pesar de lo que se pudiera pensar, se nos retira de la Reserva para hacer otros servicios, dándose carta blanca al furtivismo. Los grupos de cabras monteses comienzan a disminuir.
Posteriormente, Sierra Nevada es declarada Parque Nacional, máxima figura de protección. Se abría una puerta a la esperanza para la cabra montés a pesar de desaparecer la Reserva de Caza. Pero de nuevo las políticas se enfrentan, las Administraciones central y autonómica, con distintos signos políticos.
Se realizan unos censos que dan una superpoblación en el Parque Nacional, cuando la realidad es bien distinta, y se aprueba un Plan de Gestión de la cabra montés. Para ejecutarlo se contratan cazadores a sueldo para abatir indiscriminadamente hembras supuestamente viejas, incluso en periodo de gestación, y machos sanos de entre tres y cinco años. Estos trabajos se pagan con fondos públicos, cuando lo lógico hubiera sido el ofertar estas tareas al colectivo de cazadores para realizarlas mediante cacerías selectivas previo pago del importe establecido; el conflicto de intereses se habría eliminado.
Hace poco regresé al cortijo donde nací y pude comprobar la ausencia de esos grupos de machos que al caer la tarde bajaban de Las Muñozas a comer hierba a los prados. Después de 28 años persiguiendo el furtivismo por las cumbres de Sierra Nevada y en el ocaso de mi vida, sentado en el lugar que me vio nacer, he llegado a la firme conclusión de que los auténticos enemigos de la naturaleza no son sólo los furtivos sino, en mayor medida, los políticos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 28 de junio de 2002