Conviene no engañarse, un parque, natural o nacional, es un jardín grande. Una finca grande con contornos bien señalados, dedicada a la cría de especies animales y al cultivo y preservación de plantas propias del lugar, un jardín de apariencia esmeradamente silvestre con actividades reguladas para el ocio por ley.
El parque nacional de las Islas Atlánticas también es eso, aunque el ser un jardín flotante, un archipiélago costero, pero sometido al tiempo salvaje del océano, le da un algo de magia, de islas Floridas. En la costa gallega existen otras islas, algunas de verdadero interés paisajístico o zoológico, como Falcoeiro, Coelleira o Sisargas; este grupo de islas que forman el nuevo parque nacional son algunas de las que están situadas en la costa de las Rías Bajas: la isla de Ons y la pequeña Onceta, la isla de Sálvora, la de Cortegada y las Cíes. Tienen fisonomía distinta, pero todas tienen un argumento, la vida dura de los pobres. Las islas son el último confín, la tierra más allá de la última tierra, la última oportunidad para las vidas que no tienen suelo, una esperanza. También son cárceles naturales que crea el mar, donde el dominio de los poderosos se ejerce de modo más brutal.
Para el visitante que no busque lujo y guste de caminar, la estancia en Ons puede ser muy grata; hay rutas bien señaladas y toda la isla está salpicada de restos de castros, castillos, monasterios y demás ruinas
En las islas Cíes ya no hay vecinos desde hace años, sólo viven las personas que cuidan del parque. En verano llega el catamarán a la isla principal, que en realidad son dos islas unidas por un istmo de arena, y se abre el cámping y los restaurantes
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Ésa es la historia de Cortegada, una isla casi pegada a Carril (Vilagarcía), se puede llegar a ella descalzo cuando está la marea baja por un camino de carro. De Cortegada fueron expulsados los colonos, que trabajaban la tierra y el mar, para regalársela a un rey, Alfonso XIII, para que construyese un palacio y atrajese el turismo a esta costa amable. Nunca se construyó palacio alguno, pero los colonos emigraron arrastrando su miseria y sus niños; la República expropió la isla, don Juan de Borbón recuperó la propiedad y la vendió a una inmobiliaria. Hoy, en las casas aldeanas y en las antiguas fincas creadas con trabajo manso crece un tupido bosque de laureles, el más grande de Europa; aquí se crían las coronas para poetas lujosos. La propiedad de la isla está en litigio, quizá acabe siendo un parque y los forasteros desconocerán que la gracia de esa tierra marina es un punto de vieja memoria amarga que palía la sensación de postal colorida.
Aún la áspera Sálvora, en la entrada de la ría de Arosa, es hoy un residuo feudal, miedo de la gente de las barcas a pisar la costa de esta isla habitada por guardas al servicio de un marqués. Donde hubo habitantes que eran siervos, donde hubo una fábrica de salazón, hoy hay un enigma vacío que espera ofrecerse a la gente que la visite, ahora que es parque. La industriosa arquitectura de la antigua fábrica de conserva es hoy una especie de pazo con algo como almenas e ínfulas varias.
La isla de Ons, perteneciente al municipio de Bueu y situada a la entrada de la ría de Pontevedra, es la única de estas islas que aún está habitada según se mire, unos ocho o nueve habitantes, y recibe la visita diaria de marineros que paran en la taberna al ir o venir por ese mar. También la visita de familias que vivieron hace años en la isla y en la que aún conservan propiedades, en los años sesenta llegó a haber unos 500 habitantes. Y, desde luego, la invasión playera de turistas jóvenes con mochila y tienda en el vapor veraniego que hace la línea desde el continente, Bueu.
Para el visitante que no busque lujo y guste de caminar la estancia puede ser muy grata, hay rutas bien señaladas y toda la isla está salpicada de restos de castros, castillos, monasterios y demás ruinas. También contiene una estampa trágica, el suicidio en el año 36 del antiguo propietario de la isla, Didio Riobó, dueño de una factoría de secado de pulpo y dueño de ideas republicanas y de su destino. Conocedor de lo que le esperaba cuando los fascistas llegasen desde tierra y preocupado por la suerte de sus empleados, escribió una carta exculpando de sus ideas republicanas a los demás vecinos de la isla y cediéndoles sus tierras, luego se colgó de una viga. Se salvó de lo peor, pero la isla fue confiscada por los vencedores y pasó a ser propiedad del nuevo Estado hasta hoy, en que las reclamaciones de propiedad de los moradores sigue en litigio.
Paraíso oficial
El invierno es largo y las horas de luz eléctrica son pocas. Vivir aquí sólo es posible para gente de otra época, gente que soporte vivir sin Operación Triunfo, Gran Hermano y fútbol televisado. Con todo, Ons tiene lo que no tienen las demás islas recientemente condecoradas; tiene algunas fincas trabajadas, algunas voces, el retumbar de un tractor, el ladrido de un perro, el ornear de un burro y el olor deliciosamente grasiento de sardinas asadas en la brasa del carozo del maíz. Son restos de vida de otra época, vida un poco desconcertada de habitantes que no saben lo que le va a traer ser parque nacional y que se sienten un poco extraños en ese paraíso oficial.
A la pequeña isla de Onceta se va en barca a por percebe. De las islas Cíes lo que hay que decir es que son espectaculares, un lujoso fondo para la ría de Vigo, esa ría que oculta galeones y tesoros. Verne hizo que el capitán Nemo la recorriese buscando su oro. Hoy, la Xunta no permitiría que el Nautilus se adentrase en el bosque submarino de algas protegidas en las Cíes; no sin un permiso al menos.
Desde Vigo, lo más tremendamente urbano, soleado e industrial de Galicia, está la puesta del sol tras las Cíes, islas como saurios de lomo cristado.
En las Cíes ya no hay vecinos desde hace años, sólo viven las personas que cuidan del parque. En el verano llega el catamarán a la isla principal, que en realidad son dos islas unidas por un istmo de arena, y se abre el cámping y los dos restaurantes. Nos recibe un, al parecer, inevitable letrero de Coca-Cola; baja la gente con mochilas a acampar, hace años eso era una invasión y hoy está regulado, o a pasar el día con sombrillas, neveras, toallas, chancletas y camisetas. La llegada a una isla con playas brillantes sugiere lejanía, aunque esto es una hermosa arena doméstica y los móviles tienen cobertura.
En realidad, la apariencia silvestre de la isla es muy reciente, esta isla resume la historia de esta parte del Atlántico europeo: un castro celta, invasión romana a cargo de Julio César, colonización con un par de monasterios primero benedictinos y luego franciscanos, ataques normandos, ataques turcos, ataques de Drake, de los franceses, una fábrica de salazones, emigración..., y ahora esta gente untada de cremas solares que camina con botas deportivas buscando eso que llaman naturaleza.
La isla de la derecha, de Monteagudo, es un gran eucaliptal desde hace unos años y va a ser arduo recuperar la vegetación anterior autóctona. Es la más larga y a pesar de los eucaliptos que la infestan tiene paseos hacia playas y rincones hermosos. Los letreros que nos dirigen hacia el faro son aproximados; como llegar, uno siempre acaba llegando a algún lugar, y total todos los faros son parecidos. Hay también letreros que avisan de los límites del terreno de acantilados donde anidan gaviotas y cuervos marinos y que hay que respetar; de todos modos, los propios animales se ocupan de defender su territorio y su nido, volando bajo y derramando heces primero sobre los intrusos y atacando luego si es preciso (véase Los pájaros). Toda la parte posterior de la isla, acantilados escarpados que miran al Oeste, es una valiosa reserva de aves.
Esa parte salvaje coexiste con la fachada contraria, más amable, que transitan las familias de bañistas en sandalias. Las mismas aves parecen acomodarse a esa dualidad y tienen comportamientos distintos; cruzo el istmo de arena y camino por la otra isla (la del Faro, que en realidad tiene dos faros) junto a un lago de agua salada, el Lago dos Nenos, y allí un cuervo marino me contempla pasar a su lado impasible. Un poco más adelante me siento a merendar bocadillo y se posa una gaviota, inquietante; le lanzo un pedazo de pan, y otro, y los atrapa al vuelo con elegante gesto. La agilidad del salvaje y las astucias civilizadas. Un conejo salta y se para, nos miramos y al fin se va. La fauna aquí sabe latín.
Vuelve el catamarán lleno de gente contenta a la ciudad del Celta de Vigo. Pasa a nuestro lado una veloz lancha de la Guardia Civil del mar y los niños saludan, los guardias contestan con la mano. La ciudad, dorada por el sol del atardecer, espera. O no.
GUÍA PRÁCTICA
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de junio de 2002