En la habitación 217 del hotel La Perla, en plena plaza del Castillo, Ernest Hemingway escribió largos relatos acerca de lo que él consideraba la fiesta por antonomasia: los sanfermines. El estallido interior de júbilo que les producía a los presentes no dejaba de llamarle la atención. Hasta que él mismo quedó también cautivado. En novelas como Fiesta o en artículos como Las corridas de julio en Pamplona o Un verano sangriento dio fe de ello. Y por su simétrico y correspondido amor por San Fermín se erigió como uno de los mitos de la fiesta. Aún hoy día son muchos los que se acercan a las fiestas siguiéndole y veneran su estatua cercana a la plaza de toros.
El chupinazo
Pamplona es una ciudad que se transforma y que dibuja una enorme sonrisa, derivada del jolgorio de sus transeúntes, cuando las fiestas dan comienzo. Desde que a mediodía del 6 de julio el estruendo de un cohete (el chupinazo) marca el inicio de las fiestas, dos colores inundan la ciudad: el blanco de los vestidos y el rojo del pañuelico de la gente, que en oleadas toman las calles. Han comenzado los sanfermines, y el silencio y la tranquilidad dejan amablemente su sitio al bullicio.
850 metros de carrera
Los muchos actos y tradiciones indican la solera de estas fiestas. Las dianas, con las que los dulzaineros anuncian desde las seis de la mañana el inicio de un nuevo día de fiesta, sorprenden a muchos todavía disfrutando de la noche anterior. Y sirven también para recordar que el verdadero corazón de la fiesta está llegando: el encierro. La adrenalina empieza a brotar. En los 850 metros ascendentes que separan la cuesta de Santo Domingo de los corrales de la plaza de toros se masca la tensión cuando a las ocho los toros inician la carrera. Los mozos más fieles ya se han prevenido cantándole a una pequeña efigie totémica de san Fermín con sus pañuelos al viento en busca de su protección.
La procesión
Ésta es una buena muestra de que en Pamplona no sólo existe devoción por Hemingway. El mayor de los tributos se lo lleva san Fermín, protagonista natural de las fiestas. Para recordarlo está la procesión, que comienza a las diez de la mañana del día 7 y recorre las calles del casco viejo durante varias horas con el santo a hombros rodeado de la gente. La solemnidad del cortejo sólo se interrumpe cuando alguien se atreve a entonar una jota tradicional.
Gigantes y cabezudos
Por la mañana, tras el pertinente desayuno, los parques y plazas se convierten en improvisadas fondas donde la gente busca un hueco para dormir. Es el momento que aprovechan los gigantes y cabezudos para comprobar el estado de la ciudad. Con casi siglo y medio de existencia, esta comparsa es tan emblemática como los encierros, aunque para los foráneos sea difícil de entender. Una muestra de ello es que no sólo les acompañan los niños en su paseo.
Los extranjeros también tienen sus propias tradiciones. Unos leñadores australianos decidieron hace unos años trepar a la fuente de la Navarrería y tirarse desde ahí a la marabunta que se concentraba debajo. Todavía hoy es más que habitual encontrar a gente intentando emularlos. Un acto muy peligroso.
Hasta el año que viene
Con la llegada del atardecer, Pamplona resucita de nuevo. Es la corrida de toros la que marca este punto de inflexión. Las peñas en los tendidos celebran una fiesta paralela a la del coso, con merienda incluida entre el tercer y cuarto toro. Y acabada la corrida, salen en tropelía para invadir las calles con su música y su alegría. Alegría que únicamente encuentra freno, y de qué manera, en el Pobre de mí, en el que tras siete días de agotadora fiesta la ciudad entera grita, como muchas veces lo hizo Hemingway, 'ya falta menos' para el siguiente San Fermín.
GUÍA PRÁCTICA
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de junio de 2002