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Editorial:

Monólogos sociales

Las cartas cruzadas entre el Gobierno y los sindicatos han ensanchado el abismo abierto entre ellos tras años de diálogo social beneficioso para ambas partes. Las centrales consideran que los resultados de la huelga del 20-J obligan al Gobierno a retirar el decreto sobre desempleo; el Gobierno, por su parte, considera que el 20-J no ha existido. El resultado: dos monólogos paralelos en busca de interlocutor.

En respuesta a las misivas de los sindicatos -que pedían un cara a cara con Aznar para evaluar los resultados de la huelga-, el presidente les ha remitido al vicepresidente Rato, y éste, a su vez, a tres ministros -los de Hacienda, Trabajo y Administraciones Públicas-, con un temario prefijado en el que ni se menciona el asunto que provocó este intercambio epistolar. Si querían ofender el pundonor de Méndez y Fidalgo, no podían haber elegido una fórmula mejor. Pero tampoco demostraron mucha disposición al diálogo los líderes sindicales al contraponer los 10 millones de huelguistas que se atribuyen (a bulto) a los 10 millones de votos que invocó Aznar. Así no hay posibilidad de encuentro.

La responsabilidad está muy repartida. El Gobierno calculó mal al lanzarse a una reforma que contenía recortes de derechos que los sindicatos no podían avalar sin contrapartidas claras; y las centrales se cerraron la salida al exigir como condición para empezar a hablar la retirada sin más del proyecto. Así, cada parte se sintió cargada de razón para provocar la ruptura: el Gobierno, recurriendo al decreto-ley; las centrales, convocando la huelga. Una vez en la espiral, los unos negaron la existencia de la huelga y los otros le atribuyeron valor de referéndum. Esto ha dado al Gobierno la coartada que buscaba para desautorizar a los sindicatos como aventureros que no admiten la legitimidad del Parlamento, donde debe tramitarse la reforma; y a los sindicatos, munición para nuevos desafíos como los que lanzaron ayer. Si se empeñan, el conflicto puede agravarse, aunque sea malo para todos.

Se impone, por tanto, un regreso a la sensatez. No es realista la hipótesis de retirada del decreto una vez convertido en proyecto de ley a tramitar en el Parlamento; la oposición debería hacérselo ver a los sindicatos. A cambio, las centrales tienen la posibilidad de canalizar hacia el Parlamento la reforma de la reforma mediante enmiendas negociadas con los grupos parlamentarios, incluido (si el Gobierno fuera inteligente) el del PP. Aznar no perdería así nada -sino todo lo contrario- si rectificara por una vez y aceptara recibir a Méndez y Fidalgo sin condiciones previas. No vale la pena arruinar seis años de concertación por demostrar quién es más duro y quién la dice más gorda.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 6 de julio de 2002