El asesinato en Kabul de Abdul Qadir, uno de los tres vicepresidentes del Gobierno, pone en entredicho la credibilidad de la política de reconciliación del presidente Karzai y la eficacia de la misión de la fuerza internacional (la ISFA, circunscrita a la capital). Qadir era un pilar básico del Ejecutivo y uno de sus escasos miembros provenientes de la etnia pastún, mayoritaria en Afganistán, pero escasamente representada en la Alianza del Norte y en el Gobierno, ambos dominados por los tayicos.
No es el primero, ni desgraciadamente será el último, asesinato político en este nuevo Afganistán, pero la muerte violenta -oficialmente calificada de 'acto de terrorismo'- de Qadir ha puesto de manifiesto lo difícil que está resultando construir un Estado en Afganistán. En tales circunstancias, no parece adecuado que la primera medida que haya tomado Washington sea la de suspender la ayuda a la cooperación o considerar un cambio en la estrategia militar, para volver a una guerra librada por comandos de élite, para buscar los restos dispersos de Al Qaeda, una vez derrotados los talibanes y esfumado Osama Bin Laden.
El vacío de poder legítimo que el asesinato ha puesto de manifiesto requiere más implicación internacional, no sólo para investigar y aclarar los hechos, sino para evitar que, una vez más, este país revierta a una lucha entre señores de la guerra y vuelva a la condición de Estado fracasado. Qadir era uno de estos poderosos señores, pero uno de los pocos que pensaba como afgano y en el futuro del país como unidad. El Gobierno y la fuerza internacional deben hacer lo imposible para capturar y juzgar a los autores del asesinato. Combatir la impunidad de crímenes como éste es la mejor forma de que el nuevo régimen, con la ayuda de la comunidad internacional, siga generando credibilidad en este castigado país.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 9 de julio de 2002