Hay dos realidades, ¿quién podrá negarlo? O, quizá, mil realidades y, por tanto, ninguna cierta. Veamos éstas.
En Afganistán, Estados Unidos bombardea, parece que 'por error', a los invitados a una boda y mata a un centenar, más o menos. Los muertos de los pobres siempre son 'más o menos'. Al fin y al cabo, ¡sobran tantos!
Se abre una investigación interna, si se abre, pero el mundo sigue su curso. El mundo, la parte del mundo que vive de espaldas a lo que no amenace su seguridad, olvida casi todo. Tiene que irse de vacaciones y no está para ocuparse de estas cosas.
La otra realidad sería ésta. Y si la misma barbaridad la hubiese cometido Bin Laden contra un grupo de norteamericanos, ¿cómo pensaríamos ahora y qué estaríamos diciendo? Se hundiría la Bolsa; nuestros Gobiernos y organismos internacionales esta
rían haciendo discursos apocalípticos sobre la justicia y veríamos con temor el futuro de nuestros trabajos y ahorros.
Pero, ¿dónde está el matiz? Desde luego, en que la llamada violencia legítima de Estados, incluso cuando se equivoca, tiene toda nuestra complicidad si se ejerce contra gente sin valor. Los filósofos de la política y la moral pueden pasarse la vida dando razón de cuándo y cómo el uso de la fuerza por los Estados democráticos es legítimo; su esfuerzo teórico, sin embargo, se pierde, o calla, cuando los bárbaros representan a su Estado y están ahí, para terminar, como sea, con el terror de los Bin Laden; sea por error, sea mediante sucedáneos del terror, sea con la fuerza de la proporción y la democracia, la única legítima. ¿Y los ciudadanos? Si las víctimas son pobres, por no decir sobrantes, quedan lejos y llevan mucho tiempo dando la lata, mejor pensar en qué injustos fueron los árbitros en Corea o dónde pasamos el próximo mes de agosto. En fin, que el dinero no quiere problemas con los pobres, y nosotros, tampoco.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 10 de julio de 2002