Probablemente el mejor Khaled que haya cantado jamás en Madrid. Intenso, inspirado, disfrutando de cada instante. Desde la primera canción entró en los quejíos del flamenco. El argelino se ha roto los ligamentos de un pie y apareció apoyándose en unas muletas. No le quedó otra que cantar sentado. Con ropa negra y ademanes de cantaor incluso. Aunque sea el rai de Orán, el rai del rey. Cantos con el aroma de su antiguo barrio español, alimentados por las antenas que los vecinos orientaban en las azoteas con el fin de seguir los programas de la televisión franquista, y que permitían a la familia de Khaled -sin esperar la llegada de Cine de barrio- ver películas de Joselito.
Le acompaña una banda potente con teclados, guitarra eléctrica, bajo y batería por un lado, y laúd, metales y percusión africana por otro. Un grupo de instrumentistas europeos y norteafricanos tan a gusto en la sinuosa melodía oriental y el funk como en la rumbita salsera. Khaled anda sobrado de voz. Hace un par de años se operó de unos nódulos en las cuerdas vocales que le iban minando hasta casi la afonía. Ya casi al final, el laúd se encargó de sonar a guitarra de Tomatito pasada por el Magreb. Y Khaled regresó a saltitos para extraer de su garganta esos melismas que unen dos orillas del Mediterráneo. Una atmósfera que había estado tejiendo pacientemente durante hora y media antes de soltar N'ssi n'ssi o Didi, canciones tan rotundas que deberían haber arrasado en radiofórmulas menos obtusas. Apenas esbozó la hermosa Aïcha y el público se puso a canturrearla hasta que él se apoderó de la letra. Estuvo inmenso.
Khaled
Patio Central del Conde Duque. Veranos de la Villa. Madrid, 10 de julio.
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* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 12 de julio de 2002