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Crítica:26º FESTIVAL DE JAZZ DE VITORIA

Frío y calor con Don Byron y Garbarek

Ambos artistas inician los conciertos dobles

La vigésimo sexta edición del Festival de Jazz de Vitoria comenzó azotada por un viento glaciar, aunque no meteorológico. El frío llegó de la mano del saxofonista Jan Garbarek, que inauguró en la noche del martes la tanda de conciertos dobles en el polideportivo de Mendizorroza. Por suerte, tras su larga y poco atractiva actuación, sopló algo de calor de la mano del clarinetista Don Byron, un calor a ráfagas que no llegó a caldear al personal pero que, como mínimo, sirvió para devolverles a muchos la fe perdida en la música de jazz.

Don Byron y su banda, precisamente, habían sido los protagonistas de uno de los dos prolegómenos de esta nueva edición del festival alavés. En la tarde del lunes ofrecieron un concurrido concierto para niños al que había precedido una sesión espiritual ofrecida por los herederos oficiales de aquel mítico Golden Gate Quartet.

Volviendo a Jan Garbarek, lo mejor y lo peor que puede decirse de su actuación es que el saxofonista escandinavo sigue siendo fiel a sí mismo. Su sonoridad extremadamente nasal, tanto con el saxo soprano como con el tenor, es de las que no permiten medias lecturas: o se ama con locura o se odia con idéntica intensidad. Garbarek lo sabe y aprovecha esa ventaja para dar a los suyos justo lo que están esperando escuchar: un concierto plano sin sorpresas ni sobresaltos en el que ni siquiera el recurso de tomar ritmos prestados a comunidades latinas o africanas sirve como para animar una oferta extremadamente previsible.

A su lado, el personal contrabajista alemán Eberhard Weber (otro que desata pasiones encontradas) volvió a mostrarse como su más idóneo otro-yo y la expresiva percusionista danesa Marilyn Mazur bajó muchos enteros su furor escénico para poder situarse a la altura de su líder.

La propuesta de Don Byron, el clarinetista del Bronx, sin ser de las que entusiasman, tenía muchos puntos de interés, aunque parte del público, cansado, dejara el recinto sin escucharla. Un puñado de temas originales y un par de versiones, un estándar de Richard Rodgers y una increíble versión de Henry Mancini, llenaron 90 atractivos minutos. Cambios de ritmo y ambiente constantes que iban desde las melodías judías (cada vez menos radicales) hasta las sonoridades yoruba, desde un jazz con fuertes anclajes en el pasado hasta las prospecciones más aventureras. Tal vez, la única reticencia ante su actuación fuera que todo eso, y bastantes cosas más, se ofrecían en una mezcla algo desquiciada y difícil de seguir por un oyente de a pie.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 18 de julio de 2002